Está meridianamente claro: la gente emplea su tiempo libre como le viene en gana.
Comerte las uñas o los mocos está bien, pero es una afición muy tonta, además de escasamente nutritiva. Hay cosas mejores. Y sobre todo menos peligrosas como, por ejemplo, la de lavarse las manos antes de hacer pis y no después, la de santiguarse antes de salir de casa y no después o la de arrepentirse antes de levantar la voz a tu mujer… y no después. Sin embargo, resulta curioso que, por llevar la contraria, exista la costumbre de fumar un cigarrillo después de hacer el amor y no antes. Me surge una duda: ¿los que ya no fumamos podemos sustituir el cigarro por un bocata de panceta?
Todo el mundo está al corriente de la afición a descuartizar mozas que tenía Jack the Ripper. Su versión hispana sería, pongamos, la de Santi el Sacamantecas o el hombre del saco. O la de ese otro, de nombre Juan Asecas, quien, tras invitar a su víctima a un café, si se le ocurría pedirlo con leche sin lactosa o desnatada, lo mataba sin piedad atizándole con la taza por la parte más dura, la del asa. Lo que le valió el mote de Juanito «el Asasino».
Mala afición esa de matar al prójimo. Y, sobre todo, muy cansada. Hay otras menos drásticas. Y con menos probabilidades de acabar en el trullo. Como la de comprarse uno en septiembre todos los fascículos que salen a la venta de cualquier chorrada por entregas, debido a los remordimientos por no haber dado un palo al agua durante el verano por haber estado, como decimos por estos lares, tocándonos las narices.
O esa otra de coleccionar pelos de coño que tenía el Marqués de Leguineche en La Escopeta Nacional, la disparatada película de Berlanga.
Y ya que hablamos de cine… En La cena de los idiotas un señor tenía la rara habilidad de construir edificios con cerillas o palillos de dientes. Una afición que era utilizada por una panda de pijos, menos creativos, pero indudablemente más estúpidos, para rivalizar en ver quién descubría al más tonto, sin imaginar que aquello, como un bumerán, se volvería contra ellos.
La afición de Spielberg siempre fue sorprender y asustar a los espectadores. No sé si era sadismo, tal vez alguna fobia o algún trauma de la infancia, el caso es que estaba encantado con acojonar al personal con esa colección de insectos repugnantes, nazis, tiburones, dinosaurios y demás bichos que exhibe en sus películas.
La mejor secuencia cinematográfica sobre el tema de los hobbies nos la ofrecen los hermanos Marx en aquella escena en la que una familia numerosa irrumpe en unos grandes almacenes. Y la pregunta memorable de Groucho al progenitor de la bulliciosa prole: ¿Qué otras aficiones tiene usted?
Hablaremos pues de algunas aficiones, como la del señor aquel que coleccionaba carteles de tráfico. Pero eso será en otra ocasión, que ahora tengo hora con el médico. Y es que, como estoy jubilado, le he cogido el gustillo a eso de ir a consulta y que me tome la tensión, el nivel de glucosa o lo que se tercie. Porque, hablando de aficiones, también tengo las mías.
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