Las almas también se resfrían

Perplejos en la ciudad


Lo primero que hacía al entrar en un local —tienda, bar, ateneo, centro cívico, cualquier local abierto al público—, pues hacerlo en casas privadas era muy difícil, tarea casi imposible, aunque se podía intentar, era mirar si había dos puertas opuestas, contrarias, abiertas: la de entrada y salida, y otra al fondo o en un lateral, generando corrientes de aire. Así, pues, en caso de que el local tuviera dos puertas y ambas estuviesen abiertas, hiciera frío o calor, él ya se preparaba, con disimulo, para cerrar una de ellas en cuanto le fuera posible.

Cuando, pese a todo el trabajo de astucia que requiere un disimulo bien realizado, le pillaban con las manos en la masa, es decir, con las manos en la puerta que ya estaba a punto de cerrar, y le preguntaban qué estaba haciendo o por qué cerraba la puerta, él tenía, como argumento rápido, una excusa espiritual: les decía que las corrientes de aire le enfriaban el alma. Pero con tal excusa solo conseguía que los cálculos y preparativos para cerrar una puerta se le vinieran abajo y se le complicara la tarea del cierre con toda la burla de que era objeto.

Entonces, agarraban la puerta de inmediato y, abriéndola otra vez, le respondían de mala manera que lo que le pasaba era que tenía un miedo terrible a los resfriados. Que era un miedoso y además un incívico que hacía las cosas sin consultar a los demás.

Vapuleado por todas partes, se despedía como podía, pidiendo disculpas y estornudando. 

Mientras los otros se reían y lo arrastraban a la calle, él se defendía diciendo que estornudaba por culpa de las dos puertas abiertas, y que muy pronto se quedaría sin alma, ahuyentada por esas corrientes de aire. Que, si estornudaba, añadía, era porque las almas también se resfrían.

Su esposa y sus tres hijos también se reían —con cierta ternura— de esta lucha extravagante, de este duelo a espadas que él mantenía contra las corrientes de aire, aunque a veces tuvieran que ir a la comisaría o al hospital a recogerlo.