La tortolita, de Mercedes Rododèndron

Mortificaciones literarias


La Tortolita llegó a mis manos un domingo por la mañana, de segunda mano y con una mancha en la portada: café o un esputo sanguinolento, da lo mismo, todo presagiaba un libro lamentable. Lo compré porque estaba barato y, sobre todo, porque la señora que aparece en la ilustración de la cubierta es pálida, ojerosa y con esa mezcla de languidez y vicio que tanto me gustan, y que tanto me recuerdan a mi prima Obdulia, la que arde en el infierno.

Ya en casa, de regreso del Mercado de San Antonio, descubrí que se trataba de la traducción de una novelita catalana escrita en el sesenta y pico. Trama débil y lastimera, ambientada en la posguerra y la menestralía barcelonesa, cosas que gustan a las lectoras beatas como la vecina del entresuelo, que se santigua cada vez que se cruza conmigo.

La prosa de Rododèndron se arrastra con eufemismos y tópicos por la penosa vida de una muchacha pobre de espíritu, y lo hace con unos impulsos líricos insufribles que acechan al lector por las esquinas del texto: es un buen ejemplo de esa novela apolillada y reaccionaria que tanto frecuenta la prosa catalana. Rododèndron nos sitúa en un barrio pequeñoburgués, y en la Plaza del Rubí, que es lo único brillante en sus casi trescientas páginas de calvario. La Tortolita enviuda por la mala cabeza de su marido. Para sacar adelante a sus dos hijos, practica un matrimonio blanco con Antoñito, tendero incapaz de levantar la senyera. Fin de la historia.

Pudorosa, e incapaz de imitar a Jane Austen (o quizás a las hermanas Brönte), como sin duda pretendía, nuestra Rododèndron no solo cae en el deplorable lirismo, sino que resulta infinitamente aburrida, previsible y mediocre, además de moralizante. Una autora provinciana y prescindible.

Supe, con horror, que esa novelita es de lectura obligatoria en los institutos de enseñanza secundaria: nada más efectivo para conseguir que nuestros jóvenes huyan de los libros y caigan en los brazos cariñosos de la pornografía.

Por todo ello, La Tortolita ocupa un lugar muy destacado en mi lista de mortificaciones literarias y, por este motivo, la he depositado al lado del inodoro, aunque el papel es demasiado áspero. La portada, huelga decirlo, la he separado con sumo cuidado y la he guardado entre mis estampas de señoras recomendables.

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Nota: En 2017, la policía requisó el cuaderno titulado “Mortificaciones literarias” en el registro efectuado en el domicilio de Sandro de Villegas (calle Zamenhof), presunto estafador de ancianas a las que engañaba disfrazado de párroco de la iglesia de San Felipe Neri.

(La portada de La tortolita es un trabajo de Zappico 2014).