La sociedad del derroche

La Charca en Navidad


Vivimos en una sociedad en que, de 450.000 vehículos, salen de Barcelona 400.000. Los que se quedan se van de compras y a pasear por el centro porque la consigna de las autoridades es que hay que gastar y comprar para ser felices. Derrochar es lo único que nos llena y todos los partidos políticos, especialmente los progresistas, que deberían abogar por la contención, reparten dinero para que todo el mundo sea feliz comprando cosas que no necesita. Que eso venga acompañado de emisiones negativas, desaparición de la biodiversidad, calentamiento y caos climático, hambrunas en otros países, etc., nos importa una mierda. Aquí seguimos hablando de familias necesitadas, pero bastaría con que la Navidad fuera tiempo de compartir para que donásemos ese dinero que nos gastamos en Black Friday o en alguna comilona para hacer que esas familias que no llegan a final de mes tuvieran los gastos cubiertos. 

Puede que esta sea una de las últimas Navidades felices que nos esperan y no será solo por nuestra culpa, sino porque quienes nos dirigen están empeñados en que acabar con la desigualdad es que todo el mundo tenga dinero para gastar aumentando sin necesidad su huella ecológica. No hay la menor conciencia de lo que se nos viene encima. Como mínimo, habrá un retroceso de los avances sociales que implican derroche monetario, que todo el mundo pueda salir el fin de semana con su coche a emitir CO2 y comer en algún restaurante lejano, que comamos langostinos pescados en Groenlandia o salmón que ha recorrido medio mundo antes de llegar al supermercado. Todo lo que está relacionado con la Navidad es un disparate que causará más víctimas, muchas más, que la guerra de Gaza con la que nuestro Gobierno está obsesionado. Pero serán víctimas silenciosas y para evitarlas tendríamos que cambiar nuestro modo de vida, deberían hacer anuncios que promovieran no utilizar el automóvil si no es necesario, decretar un día a la semana sin autos y eludir las compras innecesarias, sobre todo de los objetos más contaminantes, como la ropa.

Pero la economía tendría que cambiar, no se puede vivir del gasto innecesario, y este país vive en su mayoría de la necesidad de gastar, porque ya no se trata de comer y tener un hogar con todos los gastos cubiertos para que el bienestar social sea un hecho, sino de que podamos viajar y gastar dinero sobrante, y de que nueve mil millones de personas tengan automóvil y coman carne todos los días del año, aunque no sea necesario. Y en algunos países pobres se forman verdaderas montañas de ropa usada, de plásticos, de cacharros que renovamos porque necesitamos matar cada día unos cuantos miles de especies para sentirnos bien con nosotros mismos. Somos como el virus que acaba por matar a su huésped y se extingue, tenemos y gozamos de la misma inconsciencia, porque está en nuestra naturaleza picar a la rana que nos ayuda a cruzar el estanque. 

No lo podemos evitar, porque, aunque no todos somos iguales, tenemos que aguantar que la mediocridad nos dé las órdenes y nos lleve, discutiendo entre nosotros, como en una buena película de Berlanga, hacia el abismo, sin mirar atrás. Curiosamente, hay un momento de la vida que es como una inversión de otros tiempos. Antes, eras un inconsciente hasta que formabas una familia, ahora los jóvenes son conscientes de la situación, pero cuando forman una familia se meten de lleno en el sistema y dejar de ser conscientes para sumarse a la destrucción. En la espléndida serie Hotel Balneario, hay un momento en que la esposa le dice a uno de los protagonistas: «Hay más gente en el mundo». La primera respuesta, inconsciente, es: «Ah, sí, ¿quién? y luego «Ah, bueno», pero no mucho más allá, porque seguimos siendo seres tribales, todavía demasiado lejos de que otra civilización planetaria nos considere más que meros animales inteligentes todavía en la fase de reproducción hasta acabar con todos los recursos. La civilización merecedora de una visita y un avance importante vendrá o vendría después.