La ruina de la gramática

La termita y la palabra

Doce y cuarto del mediodía; en la plaza mayor de mi isla turolense una madre juega con su hija. La niña cumplió en junio tres añitos. Se llama, Martina.

Por la calle adyacente sube otra mamá, arrastrando el triciclo de otra niña. Llamémosla, María.

Cuando las peques se ven olvidan que el adulto llena el mundo de barro y su amnesia, lo limpia. Las interpelo, les hago rabiar con preguntas bobas que llenan los espacios de silencios avispa.

—¿Sois bebés o grandes? ¿Fuertes o, como yo, flojuchas?

Ellas no entienden o sí y me derrumban.

—Somo gandes (claman a dúo) y fuetes como la patulla canina.

La derrota se huele y me saben vencido, por eso extienden la respuesta a lo no preguntado. Me fulminan:

—»Me ponido sola el vetido», dice una; «y yo ya sabo comer», remata la otra cría.

Servidor amaga la cabeza, iza un pañuelo blanco.

Se retira.

De camino a la trinchera, lanza un mar de besos: una manera de deponer las armas en plena enfermería.

Comprendo de pronto (como por ensalmo) en qué momento exacto «se jodió el Perú» de mi vida: el día en que empecé a conjugar los verbos de manera acertada. La gramática, a veces, arruina.


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