La reunión

Escalofríos

 

Cuando me presentaron a aquel individuo, lo primero que llamó mi atención fueron sus gruesas gafas, con cristales de aumento, que hacían que su rostro se mostrara desproporcionado, con unos ojos descomunales, unas orejas diminutas y el resto de la cara casi oculto por una frondosa e irregular barba rizada y rojiza. Un extraño aspecto que se convertía casi en histriónico con los exagerados ademanes de sus manos y unos movimientos de su cuerpo, en apariencia, bastante descoordinados y que le hacían parecer afectado por un irrisorio baile. Su verborrea era irrefrenable y costaba mucho intercalar alguna palabra entre su atropellado discurso.

Esas reuniones sociales de carácter cultural siempre me han parecido una especie de encerrona en la que las apariencias, el saber estar y la siempre afectada demostración de una erudición clasista te apresan de tal manera que resulta casi imposible dar la espalda a quien te está interpelando en cada momento, hacia quien, para mayor sufrimiento, tienes que poner cara de atención y asentir a sus palabras, inexistentes la mayor parte de las veces.

No obstante, pese al fingimiento social que a todos nos atería en ese instante, lo cierto es que el discurso atropellado de ese extraño personaje estaba despertando mi interés poco a poco. Sin realizar demasiados gestos que mostraran mi atención para salvaguardar una posible huida si fuera necesaria, traté de no despegarme del entorno del monólogo sin fin de ese tipo. Sus palabras estaban calando y empapando mi ánimo, aunque de una manera poco definible, poco concreta, puesto que, a decir verdad, no lograba encontrar un argumento estructurado y comprensible en su discurso para que así ocurriera.

En realidad, no estaba entendiendo nada en absoluto de lo que decía, pero de alguna manera me estaban afectando sus palabras. No sé por qué estaban removiendo mi vientre de una forma sonrojante. Casi me avergüenzo ahora al reconocerlo. Me estremece recordar la debilidad en la que me sumieron sus palabras, aunque también tengo que decir que en ninguna forma me sentía mal mientras le escuchaba. Al contrario, era algo parecido a una extraña placidez, a una indefinible laxitud lo que sus alocuciones me estaban provocando.

A medida que ese individuo soltaba sus palabras, mi cuerpo se aflojaba; podría decir que me estaba dejando seducir, quizás por la sonoridad de su habla, pues el sentido y el significado no acababa de entenderlo; quizás por su musicalidad, por su entonación…

Tampoco. Su vocalización era informe, casi defectuosa. En situaciones normales habría abominado de su forma de hablar. No sé qué me ocurrió. Me sentía muy extraño, mucho. Y eso me excitó. Me produjo una sensación casi sexual sin saber por qué estaba sucediéndome eso. La imagen del personaje me resultaba casi burlesca, caricaturesca incluso. Pero no podía remediar que su imparable discurso me estuviera provocando un estado que nunca había imaginado en un contexto como aquel en el que me encontraba.

Mi atracción por el individuo que farfullaba era nula, pero sus palabras me engatusaron, me sedujeron, me extasiaron.

Después de aquella reunión, nunca más he vuelto a ver a ese estrafalario tipejo. Pero cada vez que recuerdo aquel momento, como ahora que estoy escribiendo sobre ello, en mi cuerpo se produce una inquietante excitación que me produce placer, aun sin recordar actualmente ninguna de las palabras que pronunció.