Con incierta frecuencia me acerco al arenal. Saltan las pulgas de playa (frías inquietudes articuladas) alrededor de mis pies descalzos, como lo haría un rebaño irreductible de chinches de cómic: entre una nebulosa de trazos satélite que indican el movimiento febril de los artrópodos, sean estos insectos o crustáceos anfípodos, como es el caso.
No es lugar para el baño semanal, ni para jugar con cometas, ni para invocar serenidades, ni para amarnos. El viento, pensante, nunca calla y la fuerza bruta se manifiesta de cien maneras: a simple vista (oleajes y desplomes no aptos para soplos en el corazón; ráfagas que azotan de costado; salitre o sangre aérea que ataca los humedales sensibles y regurgita los recuerdos de tu pelo salvaje, y de cómo saneabas heridas, siendo mi bisturí de plata y limpia cristales contra el chapapote en la piel); y también en forma de runrún barruntado, de brumas por venir y algo semejante a la ansiedad por desembarco.
Avanza el año y me acerco allí, al gran rostro (a este estado) para comprobar si el océano (lo que se enfrenta como carnero, lo que no ceja) sigue teniendo a bien poner algo a mi alcance. No he perdido el ojo capaz de inventariar formas de esperanza en los desechos. Sigo apreciando la pseudo púa de plástico azul, trocito de cubo infantil, molde de castillos y desmoronamientos varios; las muescas de ausencia en boyas destripadas; la colección de tapones de rosca de todo color, de toda laya; las palabras extranjeras que muestran la patita en mil y una etiquetas perdidas entre acartonadas carcasas de cangrejos y falsos guijarros con alma de cerveza y tacto de preciosas legumbres, con su piel lavada y pura; los cuartos y mitad de medusas hechas cadáveres jabonosos; las maderas, declaraciones en caliente que, indefectiblemente, cuentan con su clavo, bien oculto, bien oxidado, bien al acecho; los objetos y los hombres indescifrables que, a distancia, prometen dar forma a cualquier deseo, y que prefiero no descubrir, no desvelar su misterio, por eso los saludo y al mismo tiempo los esquivo; los Fucus vesiculosus en los que habita mi infancia de sal caliente y almejas rosadas que se podían cazar y comer, con dientes de leche, sin mayor problema; y, claro, es evidente, aprecio los listados, las enumeraciones acumulativas, los inventarios con los que tejo entre las dunas nidos protectores, túmulos de imágenes recordadas, de restos de redes azules o verdes, de conchas quebradas, no especialmente bonitas, pero sí valiosas por triunfantes: han sido arrancadas, arrastradas, rescatadas por los temporales, cada vez más feroces, cada vez más frecuentes.
En este nuevo verano, ya maduro, decido relanzar mi batalla naval a pié de mar. No he de ser domesticada. Mastico el rico hedor a plancton recalentado por el sol. Camino, más que nunca, con pesados pasos sobre la arena pesada, repesada, por el agua que viene y va, buscando algo. Escudriño el suelo para poder detectar las piezas de ese algo mayúsculo, ese algo inabarcable, ingobernable y puro que se ha permitido quebrarse para atravesar elementos y llegar a mí, hecho misterio, a este otro lado. Sus retazos recojo, miro y remiro, no solo ya para hacerme una idea de su origen o de qué tormentos y tormentas han atravesado, sino para, también, construirme una historia propia, mía, de gran calado. Voy avanzando. Llego alegremente a conclusiones a través de la lectura que se desprende de espinas enredadas, anclas sólidas y hélices, como pétalos, que la marea (¡qué fortuna!) me va trayendo. Concentrada en los tesoros, espigo con tesón entre los brazos de mar. Este es mi salado sino. Que el laberinto de lo lateral nos salve.