La Navidad de Lorena

Cruzando los límites

 

Lorena tenía que intentarlo, necesitaba averiguar si en los pisos de enfrente quedaba algo de comida. Sus dos hijos, de cinco y siete años, que llevaba cogidos de la mano, estaban desfallecidos. Pero cuando llegó al portal, empezaron a sonar otra vez las sirenas, un arrullo lejano, como un cántico llegado del cielo, que se elevaba y descendía como una ola, mientras el ruido de cascotes cayendo de los edificios se sumaba a la destrucción. Con el Cristo habían venido los ángeles, seres de luz que adquirían rasgos humanos y se dejaban ver unos instantes antes de derribar los edificios, usando las espadas para cortar con elegancia las paredes que se derrumbaban a su paso.

Lorena ignoraba cómo hacían la selección de los seres humanos que se tenían que salvar, pero serían muy pocos, porque el planeta entero estaba siendo devastado desde hacía varias semanas, cuando se anunció desde el Cielo la venida del Salvador a cumplir con el Apocalipsis, la Resurrección y el Juicio Final. Luego, dejaron de funcionar la electricidad y las redes de comunicaciones, la gente se echó a la calle a vaciar los supermercados y, cuando los primeros ángeles se mostraron en toda su belleza, fueron muchos los que llenaron las avenidas para pedir perdón por sus pecados y mostrar su disposición a un juicio justo, pero el tiempo de los juicios aún no había llegado, primero teníamos que morir todos. La destrucción llevaría su tiempo. Y empezó la mortífera danza de las espadas de luz.

Hoy deberían estar celebrando la Navidad. Su marido había salido en busca de comida hacía una semana y no había regresado. Ellos habían estado escondidos debajo de las mesas mientras el rumor de los hundimientos se convertía en la sinfonía más terrorífica que había oído nunca. La niña no dejaba de llorar, el niño se aferraba con tanta fuerza a sus piernas que le producía un dolor casi insoportable, pero habían sido incapaces de moverse durante casi seis días.

La única forma de conseguir comida a esas alturas era entrar en el piso de alguien que hubiera muerto sin poder consumir toda la que había almacenado. Cruzaron la calle bajo el sonido de las mortales sirenas. Los cascotes caían con un ritmo acompasado, era como si el mundo se estuviera deteniendo mientras corrían al edificio de enfrente, ya que el suyo había sido saqueado. Entraron en el portal y se metieron sin pensarlo en la oscuridad de las escaleras. Se acurrucaron en la primera curva, temerosos de la negritud, pero el estruendo, que adquiría tintes musicales, alejaba de alguna manera el miedo, así que se decidieron. Lorena se puso de acuerdo con los niños y los tres subieron corriendo, dos, tres pisos, hasta que encontraron una puerta abierta.

Al entrar, descubrieron que había luz. Se detuvieron de golpe ante la puerta del salón. En el centro, un árbol de Navidad que casi llegaba al techo, con todas las luces encendidas y lleno de regalos. De pronto, se dieron cuenta de que había cesado el ruido y se oía un coro de ángeles, susurrante, grave, un eco del lejano murmullo de la destrucción.

Exploraron la casa a toda velocidad. No había nadie, pero tampoco había comida en la nevera, quizás en las cajas que pendían del árbol.

Volvieron al salón y estaban a punto de lanzarse sobre los regalos cuando se interpuso ante ellos la figura de un ángel de una belleza estremecedora, con una túnica de luz, que les tendía la mano. Los niños se quedaron embelesados mirando aquel rostro que los hipnotizaba. Lorena apretó sus manos sin querer, asustada, porque ella no era inocente, como ellos, y sabía que detrás de la seducción se escondía el dolor.

Sin embargo, no pudieron evitar acercarse a él y dejarse envolver por su presencia. Lorena sintió que perdía el miedo, el hambre se desvanecía de sus cuerpos, se elevaban en el cielo presos de un extraño aturdimiento cercano a la felicidad acompañado por las dulces palabras “no temáis, no tengáis miedo”.

Un momento después, vieron el edificio en el que estaban desde arriba, y lo vieron derrumbarse como un castillo de naipes, mientras un ejército de ángeles acababa con la ciudad entera en una especie de acto final majestuoso. Volaron y volaron hasta encontrarse con una multitud que flotaba y llenaba todo el cielo hasta el horizonte, esperando que los ángeles acabaran con toda la obra humana sobre la tierra para posarse de nuevo sobre ella y empezar lo que debería ser el gran juicio final.

Cuando despertó del sueño, lo primero que vio fue el suelo lleno de copas vacías, de esas de plástico que regalan en las fiestas. Tenía en la cara un cono de cartón dorado que no la dejaba ver bien, se lo quitó y vio las patas de la mesa y las piernas de Marcos, que dormitaba junto a ella, y de pronto le vino a la cabeza la imagen de los dos niños y se preguntó por qué y si ese sería su futuro, pero el recuerdo le duró un instante y trató de borrarlo de su mente en cuanto empezó a sospechar que uno de los niños era ella.

Salió de debajo de la mesa mirando hacia el techo, con la esperanza de no encontrarse con un ángel destructor, pero lo único que vio fueron las luces estroboscópicas de la discoteca en el cielo negro de terciopelo, girando en silencio. ¿En silencio? Al levantarse vio que el suelo estaba lleno de gente dormitando. ¿O estaba muertos? Corrió hacia el exterior mientras recordaba que era Nochevieja. ¡Qué extraño! Cuando alcanzó la puerta, vio que era de noche. No había luces en las calles. Empezaba a sonar una sirena, el cielo empezaba a iluminarse y un ruido de tambores lejanos se acercaba desde el horizonte.

¿O no eran tambores?