La mujer del lápiz

Tinta fina


Llevaba siempre consigo un cuaderno de espiral con las hojas dobladas por las esquinas y las tapas, que se adivinaba que habían sido azules, ahora tenían un color indefinido entre gris y pardo. En la mano derecha blandía un lápiz de punta redondeada y ennegrecido por el continuo roce. Medio escondidas en el alcorque de un árbol guardaba dos bolsas de plástico con las asas atadas por un resto de bramante blancuzco en las que guardaba todas sus pertenencias que no eran muchas, un par de vestidos arrugados, trozos de toalla, unas zapatillas dos números más grandes y varios cuadernos con las hojas tan arrugadas y las tapas tan usadas y descoloridas como el que llevaba aquella tarde.

Siempre utilizaba la misma técnica. Se apostaba en un semáforo frente a la comisaría de la esquina, en la acera de enfrente que caía justo delante de la puerta de entrada, y esperaba a que se detuvieran los coches. Entonces se dirigía a un conductor cualquiera y situando el lápiz a modo de arma de fuego en la sien del desconocido decía con voz potente:

—¡Te apunto!

Y acto seguido dirigía el lápiz hacia el cuaderno y escribía algo.

Otras veces, en lugar de pasar largas horas en el semáforo apuntando en su libreta automovilistas desprevenidos se paseaba por la acera apuntando a viandantes de toda edad y condición, aunque sus preferidos eran siempre hombres de mediana edad de aspecto robusto y si iban uniformados mejor. No se alejaba demasiado de la comisaría cosa que siempre había extrañado a todo el mundo. Durante un tiempo corrió el bulo de que había sido seducida y abandonada por un guardia y que por eso rondaba siempre alrededor del puesto, pero el bulo no se pudo verificar como cierto porque ella jamás habló con nadie.

La gente al ser apuntada con el ennegrecido lapicero reaccionaba de distinta manera. Había quien apretaba el paso fingiendo no mirarla, otros daban un manotazo en el aire para apartar el útil de escritura de sus caras, algunos no hacían nada en absoluto y seguían su camino como si nada. Los menos apresurados se detenían e intentaban entablar una conversación. Ella no respondía nunca las preguntas de los pocos que intentaban hablar, se limitaba a mirarlos fijamente a los ojos, esconder el cuaderno en la espalda y decir:

—Bueno ¡pues no te apunto!

Su jornada laboral solía durar unas cuatro o cinco horas, siempre vespertinas, transcurridas las cuales tomaba las dos bolsas del alcorque y desaparecía.

Nadie se acordaba de cuándo había aparecido por el barrio esa mujer de edad indefinida, cabellos crespos llenos de lazos y piel oscura. En aquellos años setenta todavía no habían llegado inmigrantes de otro color que no fuera el blanco por lo que su presencia fue inmediatamente detectada sobre todo por las porteras que comentaron el hecho con las vecinas que salían para ir al mercado o con los vecinos que volvían del trabajo.

Lo que más chocaba no era su actividad anotadora para la que no se daba ni un solo día de tregua, ni tampoco su aspecto desastrado sino su color y el hecho de que no pidiera limosna.

En la comisaría se habló de detenerla por ejercer la mendicidad y aplicarle la ley de vagos y maleantes que, desde tiempos del dictador recién desaparecido, servía para un roto y para un descosido, pero pronto se desestimó porque había mucho trabajo (la sala de espera estaba llena continuamente de gente que quería denunciar todo tipo de robos) y porque para detenerla era imprescindible tocarla y a todos los guardias les daba repelús tocar a una negra despeinada, a pesar de los lazos, y bastante descuidada en su vestir. La cosa quedó en que al fin y al cabo no era una vaga porque estar apuntando en un cuaderno toda la tarde se podía considerar un trabajo. Por otro lado, no se sabía si alguien le daba un sueldo por eso, así que mejor dejarla que ya se cansaría.

Las vecinas alertadas por las porteras respectivas comenzaron a salir por las tardes con cualquier pretexto y las que tenían hijos en edad escolar empezaron a ir a recogerlos a la salida de la escuela para disgusto de éstos que veían bruscamente recortado su tiempo de libertad sin control.

Por las noches, a la hora de la cena con los maridos se hablaba de la extraña mujer, de la negra se solía decir, que apuntaba a los automovilistas y a los viandantes en un cuaderno de espiral con un lápiz de punta roma.

Los maridos ante la insistencia de sus señoras optaron por hablar con los presidentes de sus escaleras por si se podía hacer algo. Todos la habían visto, muchos habían sido apuntados por ella y a todos les había sorprendido el color de su piel. Se hicieron miles de conjeturas acerca de su origen. Era, tal vez, una guineana que se había casado con un español de los que vivieron en el país africano cuando era una colonia española y ahora, al quedarse viuda, la pobre, seguramente se había trastocado y hacía cosas extravagantes como apuntar nombres inventados en una libreta. Seguramente la familia de su marido estaría al tanto pero no hacían nada porque nunca habían aprobado esa boda. Pero pensándolo bien no tenía aspecto de guineana. Debía de ser una gitana un poco más oscura de lo normal y que precisamente por eso la habían expulsado de su familia, aunque esto era poco probable dadas las virtudes familiares de los gitanos.

Cada día a las cuatro en punto de la tarde la mujer depositaba sus dos bolsas en el alcorque de un árbol e iniciaba su tarea. No importaba si hacía sol o llovía, ella siempre estaba allí.

Los presidentes de las escaleras del barrio fueron por turnos a ver qué pasaba realmente y si había para tanto. Los presidentes de las comunidades de vecinos de la ciudad suelen ser reacios a convocar asambleas o reuniones de vecinos porque siempre hay alguno que quiere poner uniforme a la portera y otro que está en contra de cualquier cosa y las reuniones se alargan hasta la madrugada.

Hubo división de opiniones como era de esperar. A unos les pareció gravísimo que una señora negra —lo de “señora” lo dijeron en las reuniones, en su casa y con su mujer dijeron negra a secas— turbara la paz del barrio. A los más jóvenes les pareció divertido y a la mayoría los dejó perplejos porque pensaban, con razón, que no era asunto suyo.

Se hicieron asambleas en todas las escaleras, que duraron varias horas y tras muchas discusiones se acordó elevar un escrito al alcalde. Los presidentes esa noche durmieron poco, pero lo hicieron satisfechos y sonriendo para sus adentros: el ayuntamiento no estaba para esas tonterías y ellos habían cumplido.

La mujer siguió imperturbable con su tarea diaria. El tiempo iba pasando y la bolsa donde guardaba las libretas era cada vez más grande.

Los vecinos, pasadas las primeras semanas de estupor, comenzaron a considerarla parte del paisaje. Poco a poco los chicos volvieron a salir del colegio sin que sus madres fueran a buscarlos reanudando así el disfrute de su media hora de libertad diaria. Las porteras volvieron a preocuparse de la vida y milagros de los inquilinos y los guardias siguieron con su rutina de siempre.

Los tenderos empezaron a darle algo para comer de vez en cuando, alguna fruta, un bollo, una chocolatina. A veces hasta se oía un buenas tardes o un adiós dicho a media voz y de escondidas. Ella siempre contestaba: ¡Te apunto! Pero nada más.

Llegó el verano y los vecinos se ocuparon de sus vacaciones respectivas y la negra y sus cuadernos de espiral quedaron relegados a la categoría de las cosas que no se ven de tanto estar presentes. A principios de septiembre ella seguía allí. Llegaron las tormentas y alguien le bajó un impermeable para que pudiera seguir con su tarea. En los primeros días de octubre apareció una furgoneta de la policía municipal y en un santiamén subieron a la mujer con el cuaderno y el lápiz y desaparecieron.

La portera del veinticuatro cogió las bolsas del alcorque y las metió en la portería. Roky, el perro de aguas que vivía con ella, las estuvo oliendo un rato, pero no hizo intención de mearse, lo que fue interpretado favorablemente por su dueña.

Ante la noticia de su detención las porteras hablaron con las vecinas, éstas con sus maridos y éstos a su vez con los presidentes de sus respectivas escaleras. Se acordó en las asambleas hacer un escrito al ayuntamiento para protestar por el secuestro y luego una manifestación. Alguien se atrevió a decir que fueron ellos los que habían protestado hacía ya unos meses y habían denunciado la presencia de la mujer que apuntaba. Se le fulminó con la mirada y se le dijo que eso no eran formas de hacer las cosas que el ayuntamiento no podía secuestrar a nadie. La manifestación le pareció bien a todo el mundo.

Se avisó a las abuelas para que cuidaran de los nietos y los vecinos precedidos de las porteras y de algún guardia libre de servicio de la comisaría marcharon en comitiva en dirección a la plaza del Ayuntamiento. Los antidisturbios aparecieron sin avisar y les zurraron de lo lindo. Hubo cinco ingresados con lesiones importantes, veinte fueron atendidos en el Clínico de heridas diversas, siete ataques de nervios y muchas carreras. Pero aquella noche la noticia de que un barrio entero se había movilizado para exigir la puesta en libertad de una señora que no hacía mal a nadie pero que era de color salió en todos los telediarios. A la mañana siguiente la noticia estaba en toda la prensa local y nacional. Dijeron que también la había publicado el Times, pero no se pudo confirmar.

Nadie había entendido nada. No tenía nada que ver, aunque parecía una clara contradicción, el hecho de que unos meses antes hubieran elevado un escrito al ayuntamiento. No era eso, era que la mujer que apuntaba en un cuaderno de espiral con un lápiz de punta roma era suya y el ayuntamiento pretendía despojarlos de algo que les pertenecía. ¡Hasta ahí podíamos llegar!


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