La vida está atravesada de muerte en todos sus momentos. Más aún: la muerte es el momento estructural decisivo de la vida, ya que es la condición necesaria de su renovación. Toda muerte está generando vida desde el instante mismo en que comienza a producirse (el proceso de descomposición, orgánica o espiritual, es simultáneamente proceso de recomposición de la vida).
Al ser la muerte ‘momento’ de la vida, y no ‘tiempo’ como ésta, puede entenderse siempre como la misma cosa: el concepto de muerte es descomponible en la pluralidad de muertes efectivas (todas idénticas en su acontecer, circunscrito éste al estricto instante en que cada viviente muere), porque su fundamento es puramente subjetivo (sólo muere, en cada caso concreto, un sujeto viviente). Por el contrario la vida, al ser su fundamento siempre suprasubjetivo (hay vida mientras haya sujetos que viven, independientemente de que unos mueran y otros nazcan ocupando su lugar), no es inteligible como concepto, sino sólo como entidad positiva y singular (‘entidad positiva’, en un doble sentido: positiva como afirmativa; y positiva de ‘posición’, ‘posición’ de ‘poner’: la vida ‘pone’ a los entes vivientes, y en ellos ‘se pone’ a sí misma).
Paradójicamente (en la realidad vital, siempre paradójica, no rige el principio lógico de no contradicción), la vida debe su singularidad al doble hecho de que es trascendente a cada sujeto concreto y, a la vez, sólo posible si encarnada en sujetos concretos. De este modo la vida es integradora: omniabarcante desde la particularidad de cada sujeto. Es incomprensible, puesto que es imposible adoptar los puntos de vista de todas las formas vivientes (lo singular es ininteligible en su mismidad: sólo captamos lo que de universal o de nuestro hay en ello). Por lo tanto, la vida contiene a la muerte y va más allá de ella.
La vida triunfa de continuo sobre la muerte. Pero esta victoria no se obtiene sin rendirle a la de la guadaña su funesto tributo. Es una victoria dolorosa, trágica. En la lucha existencial entre la vida y la muerte (o tensión entre el tiempo y su momento —momento, y no momentos—, pues en rigor sólo existe el momento presente; y ni siquiera éste: el concepto de ‘momento’ es tan ficticio como el de ‘punto’ en física espacial), en esta lucha, sucumbe en todos los casos el viviente: esa endeble composición orgánica dotada de una aparente autonomía funcional y, ocasionalmente, también de ínfulas espirituales; desde el protozoo monocelular hasta los más complejos entes racionales, respecto a los cuales aún está por probar que su existencia no constituya una enfermedad del presente mundo.