La mecánica de lo mediocre

Ultramarinos y coloniales

 

Garabateo ideas que me vienen y van sobre mi bloc de bolsillo moleskine. Así, al tuntún. Mientras hago cosas que ni me vienen ni me van. Me pongo una película, por ejemplo, y colisiono contra un diálogo, una frase, el rótulo de una gasolinera en una road movie, la forma de andar de algún personaje cojitranco, el pintalabios deshecho de una femme fatale, un tema de Slim Whitman: Indian Love Call, por ejemplo. Y tomo nota. Algo me impacta, me llama la atención o me descoyunta espiritualmente, y escupo sobre mi bloc de bolsillo moleskine cualquier impresión estúpida o desprovista de sentido. Más tarde, el despropósito se convierte en algo, la mayor parte de las veces, en la sugerencia de un posible y futuro título para una novela corta, muy corta, que jamás escribiré, o en la improbable pieza dramática para dos individuos y un sillón junto a una lámpara de pie desvencijada que nunca subirá a un escenario. Así están en las cosas. No doy para más.

Por ejemplo. Abro el cuaderno que pulí el pasado verano, y encuentro una página al azar. Apenas reconozco mi propia letra. Pongo a trabajar en serio al mejor equipo de grafólogos que reside en mi interior y comienzan a saltar inconexas una serie disparatada de pareidolias pseudoliterarias. Atentos.

“Después de 38 horas de viaje, me recogen en el aeropuerto y me depositan en un pequeño apartamento de dos habitaciones en Little Havana, en la 7 con la 16. Aquí todo es un poco como el GTA. Por culpa de la humedad, el calor es asfixiante. Aún no he visto ningún caimán, tampoco espero encontrarme con ninguno, pero sospecho que no las tengo todas conmigo.”

Después te das de bruces con un abocetado skyline miamense. Cierro el cuaderno. Necesito una copa. Y medio paquete de cigarrillos. Divago durante más de tres cuartos de hora sobre la verosimilitud de los recuerdos que me asaltan sobre aquel viaje. ¿Estuve allí verdaderamente? Tengo el ligero presentimiento de habérmelo inventado todo, ya que sólo queda constancia de mi éxodo a Florida entre las líneas de mi bloc de bolsillo moleskine. No conservo ninguna fotografía de todo aquello. Los escasos retratos, pasajes y paisajes que raramente se arrinconan en mi memoria se emborronan y diluyen con la misma facilidad con la que me acabo mi tercera copa de vino. En fin.

Otro cuaderno. Más anotaciones sin sentido. A falta de dirección y significado. Todo comienza a resultar familiarmente extraño, como una radiografía que hace tiempo que no ves y guardas en el cajón de un escritorio. Esa radiografía eres tú, lo que quiere decir que soy yo. Más o menos. Así, al tuntún. Escribiendo y divagando. Retratándome perpetuamente. Yo, mí, me, conmigo. No es fácil ser yo. El laberinto de ideas deslavazadas que me compone y reconstruye perfila a un sujeto carente de metas y ambiciones. Siempre mediocre. Y esta es su mecánica.

15 de Febrero de 2008. Viernes, creo.

“Estoy en Alicante, no sé muy bien por qué. El dependiente de la librería en la que me encuentro es una criatura mitad cordero y mitad caballo. No sé cuál es su mejor parte. Supongo que a estas alturas ninguna. Así que ni siquiera me sonríe cuando me devuelve el cambio. Miro dentro de la bolsa que me extiende a la altura de la cara para comprobar qué demonios he comprado. ¿Un libro? Qué va. Un kilo y medio de saltamontes secos. Le digo que esto no va conmigo, pero ni caso. Su indiferencia me abruma. La bolsa la dejo en el suelo antes de irme y tropiezo contra un stand donde se apila la última entrega de Houellebecq. Salgo corriendo. No me queda otra. Mitad cordero y mitad caballo, con su habitual desgana, renuncia a la idea de comenzar una persecución hiperbólica. Recupera la bolsa con los saltamontes deshidratados y regresa a su cadena de montaje particular e intransferible. Todo transcurre a cámara lenta, pero con la suficiente celeridad como para dejarte arrollar por las continuas elipsis espacio- temporales que se suceden una y otra vez. Así que termino atrapado en una cabina de teléfono, como José Luis López Vázquez y toda la pesca. Marco números de teléfono al azar. Cada vez que alguien descuelga el auricular al otro lado, pregunto: ¿Hay alguien ahí?, pero nadie contesta. Houellebecq se ha vuelto a salir con la suya. Maldita sea.”


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