Éramos más jóvenes que ahora. Éramos jóvenes de verdad cuando hicimos un viaje. Quizás tuvimos sexo, quizás no. Éramos muy jóvenes y no siempre teníamos suerte, pero siempre nos moríamos de ganas. Nada nos daba pereza y nos esforzábamos muchísimo para tener sexo (bueno o malo). Dormimos fuera de casa. Lejos. Un poco lejos. Ellos no hablaban castellano y nosotros no hablábamos inglés. Hacía frío. Recordamos poco más que por las noches bebíamos cerveza y que en las camas había fundas nórdicas. Este fue el origen de la gran confusión de una generación. El mundo se dividió de golpe en tres grandes grupos: el mundo de las fundas nórdicas, nuestro pequeño mundo conocido y aburrido, y un gran mundo desconocido pendiente de ser explorado. Teníamos una única certeza: el mundo de las fundas nórdicas era mejor que el nuestro: mejor música, mejor cerveza y más sexo. ¿Hace falta algo más?
Volvimos a casa y fuimos jóvenes durante muchos años. Teníamos más dinero que ahora. Fuimos a comprar a Ikea o a cualquier otro lugar si éramos un poco más snobs. Nos fuimos de casa y, justo antes, nos compramos nuestra primera funda nórdica como quien compra un paquete de condones. Han pasado muchos años. Reflexionemos. ¿Cuántos años hace que dormimos en camas con fundas nórdicas? Y, decidme: ¿qué ha cambiado? El mito de estirar un poco la funda nórdica hacia arriba y que la cama ya esté hecha es sólo un mito más. Hacerse la cama por la mañana da mucha pereza. Cambiar las sábanas, aún más. Lavar y tender las sábanas, más. Quitar manchas lewinskyanas es un horror que no hace falta comentar. Todo esto podría ser normal. Lo que no es normal es la incomodidad infinita de meter el relleno dentro de la funda nórdica cada vez. Una tarea absolutamente dificultosa e incómoda, interiorizada como normal, silenciada y aceptada con una resignación propia de otros tiempos, y todo esto conviviendo con los mismos problemas de siempre: amamos o no amamos, nos sentimos solos o nos molesta todo. ¿Qué ha mejorado?
La funda nórdica fue una ilusión óptica. Soñar que gracias a una mejora en la alimentación nos habríamos vuelto más inteligentes que nuestros padres y abuelos. Imaginar que no nos casaríamos, ni nos separaríamos, ni dejaríamos de amar, ni dejarían de amarnos. Esperar (con la ingenuidad de un niño) que ser padres iba a ser fácil, que viajar lo solucionaba todo, que estudiar abriría todas las puertas, que el esfuerzo era el único secreto, que no tendríamos nunca un cuerpo feo, que seríamos unas máquinas sexuales eternamente, que triunfaríamos, que saborearíamos lo mejor de la vida cada fin de semana y, sobre todo, que superaríamos con nota la mediocridad y el gris de la abominable mediana edad donde dormían nuestros padres. Todo esto y mucho más, gracias a un trozo de tela inmenso llamado funda nórdica. Pues no.