En sus Meditaciones del Quijote, Ortega y Gasset nos lo advirtió: «Yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella no me salvo yo».
El yo lo tengo muy cerca, parece algo más controlado que mi circunstancia. El yo lo puedo dominar con ciertas dosis de buen humor, basta con echarle un poquito de empeño o algo que estimule mis sentidos, ya sea un poco de mostaza o una picadita de almendras. El buen humor me provee de goce cercano, de satisfacción controlada, de ventura inmediata, de dicha íntima, de bonanza y de bienestar. Pero la circunstancia es otra cosa, es externa y envolvente. Es extremadamente difícil de gobernar y con poca posibilidad de ser sometida. De ella soy un simple inspector.
Yo no puedo salvar mi circunstancia y por lo tanto va a resultar muy difícil que me pueda salvar solito.
Mi circunstancia la dominan los otros, ellos determinan el tránsito y controlan los caminos y los peajes. Si estos controladores lo permiten -sólo si lo permiten- la circunstancia me será favorable y podré disfrutar de algún momento generoso y dulce. Entonces, la felicidad podrá pasar como un halo cercano, pero me temo que los controladores no están por la labor.
La felicidad asoma por una rendija y desaparece. Sólo un breve instante, un paso fugaz y luego, la huida.
Si la felicidad llega, será por un desatino de los que controlan, será porque la naturaleza inclemente se habrá quedado quieta por un momento, será porque los mercados se habrán convertido en mercadillos, será porque a los proveedores de contenidos televisivos les habrá dado un ataque de lumbago, será porque los que mandan se habrán intoxicado con ostras botulínicas o será porque los poetas sensibleros se olvidarán de las prácticas onanistas y tendrán amores ennoblecidos por las buenas maneras. En cualquier caso, si la felicidad llega será por un problema técnico.
Así las cosas, prefiero hablar de buen humor más que de felicidad. Ésta desaparece con el soplo de un angelote, pero mi buen humor, no se lo salta ni un torero. Mi buen humor es controlable.