La íntima estructura del escrito

Crónicas mínimas

 

Ocurre que padezco la presión de las palabras. Dudo un instante e intento ignorarlas, pero las palabras, tenaces, se propagan relampagueantes por mi cerebro y quieren que las muestre.
Intento coordinar los sustantivos, los verbos, los adjetivos, los pronombres, los adverbios…, pero vienen en tropel; me apabullan, me confunden, me alteran profundamente y no acierto a ubicarlos.

Poco a poco las emociones se serenan y surge la precisa belleza.

Aparecen tímidamente los arpegios, las crisálidas, las magnolias, las azaleas, las lilas, las aliagas, las besanas, los nenúfares, los céfiros, los solanos, los azules sin fin, que van encajando en el blanco, como encajan las manos cuando se estrechan cálidamente.

Todos los vocablos son bienvenidos, incluso los que, aparentemente, carecen de belleza. Estos nunca los desecho, los guardo y los uso en otros menesteres, más tarde, les busco un cobijo y los acomodo como puedo:

– Aquí un poema, aquí un ensueño, aquí un amigo, aquí un desamor…

Quizás, lo más difícil de la escritura es conseguir el ritmo. A menudo me agota y me hace dudar que exista lo que, impropiamente, llamamos inspiración. Pero el ritmo, como un susurro, va apareciendo y se hace presente y cadencioso en cada término, para acabar como una melodía que configura y sostiene, como un esqueleto, la íntima estructura del escrito.

Cuando lo consigo, despierto, me miro y entonces comprendo por qué sigo vivo.