La gigante

La termita y la palabra

Mi amiga Rosaura es acondroplásica. Tiene 43 años y mide un metro seis. También es, intelectualmente hablando, una  auténtica privilegiada. 

Doctora en literatura semítica, licenciada en la extinta filología bíblica trilingüe, en Derecho y Matemáticas, cursó dos años de Medicina por conocer qué diantres le pasaba. La abandonó pronto, prefirió estudiar el enanismo del alma. 

Ayer por la tarde, misterios navideños, recibí un email suyo desde Nueva Zelanda. Residirá allí los próximos dos años: lo que dura su beca en la universidad de Auckland. 

Yo que me ahogo en un vaso vacío y sufro insomnio desde que sé que en breve cambiaré de ciudad, trato de proyectar mis pánicos en ella pero no tengo, la naturaleza es injusta, su insondable coeficiente intelectual. 

Rosaura mide a día de hoy lo mismo que una niña de tres años pero ha vivido en treinta y seis países, habla cinco lenguas y sabe de memoria libros que yo no entenderé jamás. 

Cada vez que nos vemos, ella a ras de suelo;  yo a un metro setenta, tengo la certeza de que la alta es ella y yo el acondroplásico. 

Cuando vamos a comprar ropa y la dependienta la envía, solo con verla, a la sección infantil pienso que en el centro comercial de la mente rosauriana los que debiéramos vestir de bebé somos nosotros, «los normales» y no ella pero no se lo digo. 

No hace falta.

Ignoro qué diantres estudiará ahora en la otra punta del mundo. 

Un día me enamoré de ella y tampoco se lo dije. Mi corazón habita el subsuelo; el suyo, las galaxias.


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