La femme infidèle

Los lunes, día del espectador

Michel Bouquet y Stéphane Audran en un fotograma de La mujer infiel (1969), de Claude Chabrol.

Leí por los 70 que cada película de Claude Chabrol venía asociada a un color. Una vez sabido, eso resulta evidente en el caso de Le boucher (1968), porque en ella el rojo —primero unas notas sueltas, avisando de lo que llegará, luego el color sangre en la escena que deja inequívoco el sentido del film, leves señales intermitentes hasta su extinción final cuando ya todo está perdido—asalta al ojo de principio a fin, pero en las demás…

En esa tabla de colores, a Une femme infidèle (1967) le correspondería el verde, aunque no haya obtenido yo más correspondencia, en su caso, que con el mundo vegetal que rodea el privilegiado estatus de Charles y su familia en Versalles, que se llega a extender un poco a París, según expresión del personaje de Maurice Ronet, quien ve el exclusivo Neully como el único barrio de la ciudad a donde puede ir a vivir gente de su posición.

Aunque agradecería cualquier iluminación al respecto, este escrito no tiene como objetivo explorar esa asociación, pero sí repasar un poco lo que explica y muestra, y de las diferentes formas en que lo muestra, la película. Aviso ya que es para gente que la haya visto o que, como me pasa a mí, no le importa demasiado que le digan a la primera de cambio quién es el asesino.

Los protagonistas de sus películas de esta época (hay consenso en que la mejor de Chabrol, con películas rodadas con André Genovés de productor) y de alguna de las anteriores, suelen llamarse Paul y Hélène. Paul seguro que como cita de su provocativo amigo y guionista inicial, que tanto influyó en la Nouvelle Vague, Paul Gégauff. Hélène, según el propio Chabrol, por ser uno de los escasos nombres propios exclusivamente femeninos. Siempre ambos pertenecen a la burguesía, sobre la que Chabrol, uno de sus miembros, vuelca siempre su vitriólica mirada.

Aquí, si bien Stéphane Audran (por entonces aún casada con Chabrol, aunque ya separados) se llama Hélène, Michel Bouquet —inconmensurable—, encarna a su marido Charles, dejando el nombre de Paul para su socio, el depredador que liga y abandona, una vez degustada, a la pizpireta secretaria del despacho. Siguen siendo burgueses pintados con ácida ironía por el director, pero diría que en esta ocasión se aprecia condescendencia y hasta un cierto cariño hacia ellos.

En la primera escena, tras la exclusiva casa con jardín en la que viven, vemos la primera señal de que ella le está dando el salto. En conversación con su suegra, Charles indica su deseo de continuar como está, con la vida que lleva. Me da que este deseo de mantener esa vida confortable y regalada es la que ocasiona todo lo que veremos más adelante. No es una vida, por lo que vemos, apasionante. Charles se contenta con cenar con su mujer y su hijo en una mesa servida por una servicial criada. Acabada la cena, con el hijo enviado a la cama, Charles y Hélène se dirigen al salón, dejando que “retire la mesa” la criada. En el salón, sentados en el sofá frente a una enorme chimenea, no es el fuego el que crepita, sino una pequeñísima televisión que Charles pone en marcha y disfruta muy satisfecho. Es divertido pensar que Chabrol se está en este tipo de escenas retratando a sí mismo: según indica su biógrafo Antoine de Baecque, era un entusiasta teleadicto, estando al tanto de todo tipo de programas. De ahí sacaba la idea de muchos de los actores de sus películas.

Héléne, mientras Charles ve la tele, la mira sin ver, absorta en sus pensamientos, con los que sigue cuando Charles le da un casto beso en la frente y le desea buenas noches. Hélène “lleva la casa”, lo que quiere decir que da instrucciones a la pobre criada sobre lo que debe hacer en cada momento, mientras ella va a Paris “de compras” o, como pronto sabremos y acaba descubriendo Charles con la ayuda de un circunspecto, con escrúpulos, investigador privado, a pasar el día con su amante.

Esa plácida vida que tanto satisface a Charles va a sufrir una dramática sacudida. Charles se presenta en el apartamento del amante de Hélène, un primero asustadizo, luego despreocupado personaje encarnado por Maurice Ronet, quien no tiene reparos, superada la sorpresa inicial, en enseñar el pisito a Charles. La sonrisa de este se tuerce en rictus angustioso cuando ve el pequeño lecho en el que, la cama deshecha, imagina claramente retozar a los amantes. El segundo golpe lo recibe Charles poco después, al ver el encendedor que, años atrás, regaló a su mujer. No puede más, dice sentir “une malaise” y la imagen nítida que veíamos hasta entonces se rompe: Charles permanece en foco en primer plano, mientras todo lo que le rodea lo pierde. Le vemos agarrar un objeto contundente y golpear con él al amante, que cae estrepitosamente al suelo, cadáver.

Aunque Charles intenta que su vida no se altere por ese acontecimiento, el desequilibrio la invade. Penosamente limpia la escena del homicidio y lleva el cadáver en el maletero de su coche para tirarlo a una zona pantanosa en una escena que recuerda mucho la de la charca en la que el Norman Bates de Psicosis hunde el coche con una de sus víctimas. Para acentuar esa impresión de rotura, de pérdida de la estabilidad emocional, en el trayecto otro nervioso y pegajoso automovilista (interpretado por Zardi, uno de los secundarios siempre presentes en las películas de Chabrol) colisiona con él, abollándole el maletero donde lleva el cadáver. Y, de regreso a su casa, el equilibrio y simetría armónica que mostraban las cenas, por ejemplo, desaparece: Antes veíamos a Charles, de perfil, a la izquierda y a Helene sentada en frente suyo, a la derecha, con su hijo en medio, de frente, remarcando su figura central con un par de candelabros, asistiendo admirado a una conversación que comprende a medias. Ahora el niño deja de ser esa figura central, y aparece en la pantalla colocado a un lado de la pareja, ya sea junto a Charles o junto a Helene, pero siempre en conflicto con uno de los dos o ambos.

Ya había anunciado algo ese televisor que sufría todo tipo de interferencias, que dificultaban la visión. Todo se precipita desde entonces. Dos policías, uno servicial, otro de mirada insidiosa, acosan a la pareja, buscando una información sobre el muerto que no deja de ser elemental, pero la paz familiar estalla hecha añicos. Ella ve, deprimida, desaparecer su vía de escape, creyendo inicialmente que la ha abandonado. Frente al previo mantenimiento del estatus paterno-filial, ahora el niño, que ha perdido una pieza del puzle que está montando sin que ninguno de sus padres le hagan caso, se aleja de ellos enfadado.

Y aquí aparece el engranaje que vuelve a poner todo en su sitio, cuya clave es —como me iluminó acertadamente un asistente a la sesión de cineclub que llevé hace poco— la pieza de puzle perdida. Hélène deduce, por una fotografía encontrada entre la ropa de su marido, que fue él el que mató a su amante. Esa es la pieza del puzle que faltaba. A partir de aquí, la paz familiar se reestablece. En vez de enfurecerse, Hélène pasa a admirar a su marido. Los dos, mirándose a los ojos, se confiesan amor eterno mientras que, en un bello atardecer, los policías se llevan a Charles a la comisaría…

Siempre me dije que La femme infidèle era una película sobre los remordimientos. Estos, pensaba, corroían a Charles, hasta que siente una enorme liberación cuando ve que Hélène ha averiguado el crimen que ha cometido. Craso error el mío. Nada que ver. La femme infidèle es, claramente, una película sobre la estabilidad familiar burguesa, su rotura y la felicidad de su recuperación.