Un día cualquiera, los dos orificios de líneas almendradas se abrían lentamente con la llegada de la primera luz, que se acercaba por el alargado corredor solitario como los pasos de un acólito tímido y temeroso. El dios se alegraba de la luz que inundaba su continente, todavía adormecido después del lento lapso de la noche.
Progresivamente, el corredor se teñía de los tonos tornasolados que iban descubriendo hilera tras hilera de iconos en la pared. De vez en cuando, el dios se arrimaba a los dos orificios para intentar seguir las interminables secuencias de señales que estaban grabadas en la pared, pero nunca lograba ir más allá de una mera intuición de sentido.
A media mañana, con puntualidad matemática, y justo cuando el dios solía caer en una distraída ensoñación, el aire se llenaba de la fragancia dulzona y vaporosa de unas delgadas cañas humeantes que distribuía ecuánimemente por el pasillo un muchacho de toga larga, paso corto y coleta lateral. Al principio, el dios había llamado al muchacho, le había susurrado saludos, le había lanzado palabras de cortesía e incluso le había gritado órdenes, pero la voz no parecía salir nunca de su oscuro continente, separado del mundo por esos dos ojos de luz.
Cuando el aire estaba ya lleno de la periódica humareda, aparecía el hombre. Era un hombre corpulento y bien cuidado, sin pelo, vestido con dos o tres capas de telas ricas y finas unidas por broches relucientes. A base de observar a diario cómo el hombre hacía sus movimientos y decía sus palabras, el dios había ido advirtiendo los efectos del tiempo en la carne, desde la suave frescura de la tez juvenil hasta la textura reseca de sus años maduros.
Lo que había cambiado menos o nada era el comportamiento del hombre. A lo largo de los años, los movimientos se volvían más precisos y ligeramente más pausados, pero eran esencialmente los mismos. Incluso el movimiento de los labios, del que el dios había inferido o imaginado una intención, no había cambiado en absoluto.
Ciertos días, con regularidad ritual, el hombre aparecía seguido de un número determinado de hombres, mujeres, niños y animales, y realizaba el sacrificio de unos u otros en una superficie plana de alabastro, que quedaba cerca de los dos orificios desde donde el dios presenciaba el espantoso espectáculo. Esos días le resultaban especialmente difíciles de superar, ya que su continente se llenaba con el hedor de la carne recién muerta y tenía que retirarse a un rincón remoto, escondiéndose en sus pensamientos para olvidar ese olor fatal. El dios lamentaba no poder comprender qué crimen habría cometido para recibir semejante tortura.
La mayoría de las tardes transcurrían plácidamente. Un muchacho (acaso el mismo que el de la mañana) traía paños coloridos, con los que envolvía el exterior del continente, que con el tiempo y el estudio preciso llegó a entender que estaba moldeado a imagen y semejanza de esos hombres de curiosas costumbres.
El momento del día en el que la luz se iba alejando lentamente hasta desaparecer era el preferido del dios. Ya no se acercaba nadie más, el silencio era absoluto y el dios se dedicaba a recorrer los rincones de su continente, como releyendo las lecciones de un libro ya sabido. Eran momentos que sumían al dios en una paz serena y mística.
Sólo en alguna rara ocasión, el dios se veía perturbado por la duda, por el terrible temor de no llegar a comprender nunca cuál era su función allí.