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No era un desgraciado cualquiera, como algunos murmuraban. Era la desgracia en estado puro, eso sí, pero no un desgraciado cualquiera. Tenía el alma clavada en el suelo, en perenne esclavitud, y, en tal posición espiritual, recibía las pisadas de los transeúntes. Salvo raras excepciones, la pisoteaban sin darse cuenta, o le tiraban un escupitajo, un papel o un chicle.
Era el callejón de las almas clavadas, en el cual todo estaba permitido, incluso orinar encima de ellas. Sin darse cuenta, por supuesto, ya que dichos transeúntes no eran clarividentes y no podían saber la cantidad de almas clavadas que estaban ahí, a flor de suelo, esclavizadas, como la suya. ¿Durante cuánto tiempo permanecerían aún clavadas en el suelo? Ninguna de esas almas condenadas lo sabía, y mucho menos la de él, que no tenía el don de la palabra justa, exacta, y cuando la encontraba ya era demasiado tarde para responder, para rectificar el silencio y salvarse.
Sea como fuere, insiste, todas ellas compartían la desgracia en estado puro, y no eran unas cualesquiera por haber caído tan bajo, a nivel de suela de zapato o escupitajo. Sino que eran almas que se esforzaban por desclavarse del suelo. Como solitarias mujeres de la vida, callejeras, que han perdido la belleza, desgastado el cuerpo, y con tacones altos medio rotos van taconeando por las esquinas, donde están clavadas. A la espera…, a la espera todavía, en la maldita esquina.
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