La cuenta atrás

Escalofríos

 

Incluso los más ancianos del planeta han perdido ya la memoria de lo que a sus bisabuelos les transmitieron sus propios antecesores. Ha pasado mucho tiempo, demasiado quizá, para que aquellas historias que un día contaron no se hayan convertido ya en leyendas, modificadas continuamente con cada narración y con escasa o ninguna verosimilitud histórica. Hay que acudir a los libros para bucear en los misterios de una época convulsa y atribulada, puede que enferma y en decadencia. Aunque esto, claro está, es tan solo una posible interpretación de quienes hoy día vivimos en nuestra época ordenada y sencilla y vemos aquellos tiempos pasados como los de un conjunto de sociedades toscas y siempre enfrentadas, pese a que muchos historiadores apuntan que también deslumbraron por sus expresiones artísticas, por su generosa solidaridad y por sus logros científicos.

Cuando lees lo que cuentan los libros descubres una gran divergencia entre las diferentes versiones que hablan de las sociedades de aquel mundo antiguo, siempre a caballo entre la vanguardia técnica, que prometía una vida en constante mejora, y la ambición y avaricia de unos pocos sobre los demás, que impedía que la mejora se generalizara. Eran tiempos en los que la ciencia parecía imparable por sus logros y, aunque casi siempre se apoyaba en el poder de la economía –y se doblegaba a él–, sus alcances parecían destinados a lograr esas mayores perspectivas de mejora en la vida de los habitantes del planeta.

Se sabe que, desde los inicios de la especie, el mundo y su lugar en el universo ha sido siempre un argumento de reflexión para quienes se hicieron preguntas. Siempre hubo unos pocos que formulaban teorías e hipótesis sobre el lugar que ocupábamos en el espacio plagado de estrellas que nos miraba desde arriba, en el que, según muchas formulaciones, éramos los únicos seres racionales o dotados de espíritu y, según otros planteamientos, privilegiados por un aliento inspirado en extrañas gracias de mitos o dioses.

En cuanto la tecnología tuvo capacidad, se intentó romper el apego a nuestro planeta lanzando artefactos al espacio. Hubo una época en la que, incluso, se llevó a cabo una competición para ver quién o qué comunidad era la más avanzada para enviar sus señales más lejos, a lo más profundo del firmamento. Las leyendas cuentan que se lanzaban cohetes al espacio casi solo por el placer de verlos despegar, de demostrar que eran capaces de romper la gravedad y que podían elevarse a los interminables cielos, tan amenazadores como misteriosos y atrayentes.

Tanto los problemas sociales como el desconcierto ante lo desconocido impulsaron aquella carrera espacial por ser el primero en conquistar lo que pudiera encontrarse en aquellas simas inversas, en aquellas infinitas oscuridades que se cernían sobre sus cabezas. Hubo también quien vivió aquello con el espíritu poético de los exploradores más antiguos que fueron poniendo nombres a los territorios del planeta que iban descubriendo –muy a pesar de quienes pudieran habitar en ellos–.

Así, los envíos de cohetes se sucedían unos tras otros, alcanzando metas cada vez más lejanas y, aunque hubo accidentes y grandes errores, el espacio se iba antojando menos infinito.

Pero hubo un día, según afirman las leyendas, todas ellas en sus múltiples variantes, en el que un cohete que querían enviar sin retorno a las estrellas más lejanas, desapareció de la vista cuando la cuenta atrás, 10-9-8-7-6-5-4-3-2-1… llegó a cero.

No elevó su acérica estructura ni cayó por fallos de fuerza de impulso. Tampoco estalló, como había sucedido en contadas ocasiones con otros envíos fallidos por desequilibrios en los cómputos que impidieron darles la energía que necesitaban. Ni siquiera quedó silencioso, falto de ese hálito promiscuo del combustible rugiente, imprescindible para superar la fuerza que le sujetaba a la tierra. Sonó como si fuera a despegar con normalidad… y desapareció.

Simplemente desapareció, se evaporó en la nada, desdibujó sus contornos en un instante y dejó de ser visible, como si hubiera dejado de existir, como si no hubiera existido nunca antes, apagando a la vez el rugido que producía el despegue.

Nadie de los que allí estaban, tanto espectadores como científicos, pudo explicar nunca lo que había sucedido. Nadie comprendió qué física o química había sustraído a sus experiencias y sentidos aquella astronave que habían construido con su ciencia, con mimo y, sin duda, con grandes dosis de fantasía e ilusiones.

Se cuenta que en aquella ocasión el cero pronunciado por el técnico encargado de apretar el botón de despegue sonó muy diferente, como si tuviera eco, como reverberando en el liviano aire que ese día refrescaba los rostros de los observadores. Dicen que fue un cero anegado de sonoridades, pleno de armonías y con diferentes acústicas, todas ellas aunadas en el mismo instante de ser pronunciado, pese a que nadie entendía realmente qué significaban todos estos conceptos.

Al margen de leyendas más o menos adornadas, el caso es que aquella fue la primera de las muchas desapariciones de aeronaves que se sucedieron. Uno tras otro, los lanzamientos fueron teniendo el mismo resultado desde aquel momento tan señalado. La comunidad científica analizó, midió, corrigió, varió, improvisó… pero el resultado siguió siendo que cada nave que se pretendía lanzar al espacio desaparecía en el mismo instante de pronunciar el cero del despegue, fuera quien fuera quien lo pronunciara o la lengua en que lo hiciera.

El miedo –y el desprestigio– se hizo fuerte en el ánimo de quienes eran responsables de aquellos proyectos y fueron eliminándolos de sus políticas y sus prioridades. Otra gente sonrió, aliviada porque el miedo al fracaso pusiera fin a algo que consideraban como irracionales envíos de máquinas al firmamento. Otros sintieron, sencillamente, vacío, una oquedad tan grande en sus ilusiones y sueños como el significado de la palabra cero que provocaba la desaparición de los cohetes. La mayoría solo sintió indiferencia.

Lo cierto es que, desde aquellos inexplicables sucesos, dejaron de dedicarse esfuerzos a construir estructuras para arrancarlas de la tierra y lanzarlas a la negrura del universo. Y nunca más se repitió.

Hoy, en nuestra sociedad segura y pacificada, aquellas parecen experiencias disparatadas y sin ningún sentido, innecesarias y desilusionantes. Nadie piensa que tenga alguna importancia poner nuestra marca en otros planetas o tratar de comunicarse con quienes quiera que pueda haber en diferentes universos. ¡Qué importa lo que haya más allá si nuestra vida está aquí!

Pero yo quiero volver a pronunciar un cero… conmigo dentro de la nave.


Más artículos de Herrero Javier

Ver todos los artículos de