Una vez arrancada con las uñas, la costra, excrecencia gruesa y vagamente humana, salta en el aire y, hecha mota volandera, desaparece en el caos. No se distingue ya entre tantos desperdicios que el suelo pueblan, que pisamos, que no vemos. Y, debajo de la costra, nace la rosa de la piel. Una piel aún no preparada para protegernos de las amenazas comunes. Su tono de membrana recién alumbrada nos permite ver nuestro interior a modo de pecera, de escaparate que pica un poco, que tiembla con el mero roce de nuestro interés o con el reproche ajeno.
A veces, arañamos con saña la costra cuando aún no está madura, para ver cómo va la cosa, para reiniciar el proceso de creación de corcho salvador. Place el verse convertido en árbol liso que genera cortezas gruesas allí donde ha habido lucha o abrasión. A otra cosa hemos de dirigir nuestra atención, pronto, para que, con tranquilidad, se nos regenere esa pequeña ventana a la fragilidad, a la infección indeseada, a un dolor mayor. Hay que cuidarse, dicen.
Echamos de menos la costra, pero también el proceso de cauterización que se desencadena, una vez más, cuando la carne queda expuesta. Dudamos entre lograr la cura y el placer de boicotear el proceso reparador. El desbroce es placentero y nos embriaga. La herida nos afina. El dejar estar, y la corteza que sola se desprende, nos descorazonan. Y echamos de menos la realidad precoz de la llaga.
Ahora, las uñas están justo en su punto. La costra, también. Procedemos a levantarla, con la perspectiva de quien aborda el desgarro cuidadoso del celo que sella el paquete envuelto para regalo. Ahí están los golosos bordes de la ligera protuberancia. Tirante. Tozudo escudo protector. Lapa ajena y carne propia, a un tiempo. Comprobemos si ya está lista la carne curada. Asumamos el riesgo. Asumamos el alivio. Arrancamos.