La realidad sanguinolenta, mortífera, de lo que venía ocurriendo en el mundo en los últimos tiempos, le había dejado tan sorprendido, en tal estado de perplejidad y agitación, que pretendió superarlo mediante algunas lecturas (empacho de un popurrí de Schopenhauer salpimentado por Nietzsche, entre otros ingredientes) y una serie de reflexiones en la desordenada biblioteca de su casa. Meditaciones absurdas, pero metódicas, que le fueron familiarizando con la idea de la destrucción de la humanidad, como una posible solución a tantos males del siglo XXI. Una voluntad de destrucción para acabar de una vez por todas con la realidad sanguinolenta y mortífera que le había tocado vivir; con esa, podríamos decir, nueva pandemia que padecía el “llamado género humano”, ya de por sí destructivo por naturaleza, como decían él y sus maestros iluminados.
No hay palabras para decirlo, para explicarlo de otro modo y mejor, pensaba en la soledad de su biblioteca, confinado en casa. Sin embargo, insistía, habría que decirlo, que publicarlo a los cuatro vientos. Necesito decirlo, debo decirlo, seguía reflexionando. Hay que decir o escribir lo que no se puede decir, advertía un viejo vecino que leía muchos libros. Pero este vecino jamás le dijo cómo hacerlo. No explicó de qué modo se hace esto de escribir o decir lo que no se puede decir. Por ejemplo: ¿Cómo liquidar a la humanidad, aun careciendo de poder coercitivo, efectivo, para hacerlo? ¿A través de la palabra publicada en todo el mundo, utilizando la técnica narrativa del panfleto o de un cuento apocalíptico o de una novela de denuncia de la situación caótica de la sociedad, de la vida en general?, se interrogaba en la soledad de su biblioteca.
Decidido, comenzó a escribir y reescribir unos primeros experimentos literarios de alto voltaje, monólogos amenazantes, adjetivos virulentos, textos sin puntuación ni acentos, cargándolos de una energía agresiva y de un ritmo trepidante que violentaban las frases hasta hacerlas estallar en mil pedazos.
Al final, sin embargo, no pudo llevar a cabo su tarea salvificadora. No le fue posible decir y divulgar a los cuatro vientos su proyecto de destrucción, como era su propósito.
Los gestores de los medios públicos y de las editoriales le respondían que sus ideas no resultaba comerciales ni oportunas. En el mercado, estaba aceptada e incluso bien vista la agresividad, la perversidad y la corrupción (incluso se celebraban famosos festivales de cine de terror y novela negra, policíaca), pero no estaba de moda, todavía, declarar públicamente la necesidad de exterminar al género humano en su totalidad.
Decepcionado, siguió elaborando su plan en la soledad de casa, reescribiendo una y otra vez la misma novelita exterminadora. Algún vecino —uno de esos chivatos que hay en todas las comunidades—, enterado de sus macabras ideas, lo denunció a la policía.
En realidad, no había cometido ni provocado ninguna acción violenta, pero fue detenido igualmente. Cierto que no había podido divulgar su proyecto de destrucción masiva y que todo eran teorías, ideas obsesivas de un solitario, que deseaba purificar al “llamado ser humano”, como decía él. De todos modos, en la comisaría, no escribió nada de esto en el formulario que le entregaron para que redactara la confesión de su delito. Se limitó a escribir cuatro líneas sobre el desastre de su primer amor, un amor demasiado romántico. No iba a confesar nada más. Sin embargo, cometió un error, de graves consecuencias: quiso poner un título impactante a sus cuatro líneas, olvidando que se trataba de una confesión policial en toda regla. La tituló La confesión de un asesino del siglo XXI. Con lo cual quedaba, si no probada, por lo menos sí asumida la culpabilidad por el propio sospechoso, aunque ni la policía ni la fiscalía tuvieran más pruebas que ésta: un título para una hoja de confesión que estaba casi toda en blanco, excepto la mención al desastre de un primer amor.
El jurado popular y el juez dedujeron, en lógica criminalista, que ya desde el mismo título, La confesión de un asesino del siglo XXI, emanaba razón suficiente para condenarlo como autor de un crimen de lesa humanidad, aunque sólo fuera en potencia. Un crimen contra la humanidad, virtual, sí, pero radicalmente insolidario, deshumanizador, y por lo tanto muy grave, que lo convertían en peligroso enemigo público de la humanidad. Bastaba, pues, con el título de su confesión para condenarlo. Que el resto de la hoja estuviera casi en blanco no significaba nada. Se trataba, concluyeron, de “una confesión titular, implicadora de facto, en toda regla”.
En consecuencia, tanto el jurado popular como el juez lo condenaron a cadena perpetua revisable. No se atrevieron a condenarlo a la pena máxima: faltaba la prueba material, el cuerpo del delito. La pena de muerte les hubiera parecido un despropósito, una incoherencia, más que una injusticia, explicaron después a los medios de comunicación. Puesto que el acusado, en puridad (“en puridad”, repitieron), no había redactado una confesión “normal, normativa”, como era de rigor. No obstante, le había traicionado el vicio de querer titular a lo grande, de manera sublime, el formulario de su confesión, como si ya fuera un novelista de éxito.
Cometió el error en que suelen caer algunos de los criminales más fríos y astutos, pero de ambición desmedida: titular la confesión, querer poner un título grandilocuente, revelador del propio delito no confesado. En este caso: La confesión de un asesino del siglo XXI.