El puñetazo me rompió el tabique nasal. Perdí la visión durante un instante y tuve la sensación de que me habían disparado. Ni siquiera intenté llevarme las manos a la cara, temerosa de que se llenaran con la sangre que me estaba empapando la camisa. Bajé los ojos y vi el purpúreo mapa sobre el que resaltaban mis pezones, pegados a la tela blanca, intentando escapar de aquel desastre. Maldije a mi padre, senador por Alabama, al que prometí descubrir el entramado de las empresas norteamericanas que compran coltán en la zona fronteriza del Congo con Ruanda, y por quien estaba en las colinas de Mushangi.
Visualicé su despacho, el escritorio Chippendale sobre el cual nos dimos la mano la hija guapa e influyente y el líder de los derechos civiles, pero una vaharada de olor rancio me devolvió a aquel miserable cuarto en las colinas del tantalio. El rostro me ardía y, en cambio, tenía el pecho helado. Me sentía incapaz de reaccionar frente a aquel negro de piel brillante y oscura como el ébano. Oí mi propio gemido como si surgiera de otras entrañas. Lumumba me cogió de la barbilla y me levantó la cara sin esfuerzo, colocó un frasco pequeño ante mi rostro y me dio tal apretón en la nariz que me hubiera desmayado de no tener la sensación de que, si caía, yo misma me la habría arrancado. El congoleño clavaba sus ojos en los míos, aunque solo pude verlos cuando decidí suplicar con la mirada. Nunca supe si miraba los ojos del demonio o solo era un hombre, más listo que los demás, intentando sobrevivir en aquel infierno. Estaba a punto de decidir que solo era un mal nacido cuando separó los dedos, cerró el frasco lleno de sangre, se dio la vuelta y desapareció con la agilidad de un leopardo.
Di varios traspiés hacia atrás y me dejé caer sobre el colchón mugriento de la habitación, el único elemento decorativo, lleno de polvo y chinches que celebraba mi aparición. Durante un minuto no pasó nada. Tuve tiempo de concentrarme en el dolor con los ojos cerrados, mientras la cabeza me daba vueltas y trataba de visualizarme a mí misma en aquel lugar desnudo y despiadado, pero un ruido acompasado y amenazador me llamó la atención en el exterior.
Me levanté y salí al porche, que se alineaba, junto a todos los demás, en la única calle de aquella destartalada aldea africana. En uno de los extremos, vi a dos guerrilleros corriendo hacia la selva como chacales asustados.
Durante un instante, el paisaje se convirtió únicamente en una línea marrón rodeada de chabolas en medio de un fragoroso bosque en el centro de África. Hasta que en la línea marrón aparecieron dos hombres apuntando en mi dirección con sendos fusiles de asalto.
Pensé “ahora sí que estoy muerta” y sentí cómo se me congelaba el corazón, hasta que me di cuenta de que no me apuntaban a mí, sino al helicóptero que sobrevolaba el otro extremo de la calle. Apenas tuve tiempo de fijarme en él, pues empezó a disparar con tal potencia que las casas se transformaron en enormes y polvorientos quesos de Gruyère. La visión de los dos guerrilleros destrozados en medio de una nube de sangre me mantuvo hipnotizada mientras la lluvia de balas seguía su recorrido y destrozaba una a una las columnas del porche en el que me había quedado paralizada. Por fin, una de aquellas balas de 12 mm me atravesó el brazo como si en la película de mi vida se hubiera producido otro trágico percance, de una lista que empezaba a ser interminable.
En un primer instante no fui consciente del daño, sobre todo porque la bala no había atravesado el hueso y no sentí la pérdida inmediata de movilidad, solo que se había dormido una parte de mí misma, así que empecé a mover el brazo para despertarlo. Entonces irrumpió el dolor, una especie de grito silencioso que atrajo mi mirada hacia la sangre, la manga destrozada, el hueco en la carne, y se produjo el shock nervioso, caí de rodillas al suelo y pensé “tienes que concentrarte, no tardarán en venir a rescatarte”.
Pero un segundo después, me cayó encima el techo de aquel precario porche hecho de paja y vigas de madera, que me dejó casi inconsciente del golpe, cegada por el polvo y asfixiada por el serrín, y creí que me esperaba la muerte.
Lo siguiente que recuerdo es tener la mente en blanco, apenas consciente de que estaba empapada en sudor y sangre, mientras un soldado argentino, perteneciente a una tropa de mercenarios que trabajaba para una empresa china que operaba en Dar es Salaam, levantaba las vigas en medio de un calor de mil demonios, esperando que el helicópeto Sikorsky que bramaba muy cerca me llevara al hospital de Panzi, en Bukavu.
Aquel hombre rubio con las pupilas de aguamarina con el que me había acostado dos días antes esperó a que escupiera el polvo y me librara de los piojos y las hormigas carnívoras que me estaban picando el rostro, para decirme “hay un nuevo presidente” y “lo que estás haciendo aquí ya no les conviene”, y se limitó a darme una pastilla contra el dolor que me durmió en pocos instantes.
Volví a despertarme en un estrecho catre, en una habitación apenas iluminada por un parco rayo de luz en el que flotaban una miríada de gotas de agua. Me acerqué a la ventana, llovía con fuerza y la escorrentía arrastraba aquella tierra sanguinolienta que solo puede encontrarse en algunos lugares de África. Quise apoyarme en la oxidada reja, y entonces descubrí que, además del brazo vendado, tenía las manos negras, y que estaba encerrada en una celda con otra decena de mujeres negras, en la lista de espera de algún señor de la guerra.