La bolsa de juguetes

La termita y la palabra

 

Algunas soledades son de esparto, gruesas e insondables como un teléfono mudo, un buzón vacío o un piso atiborrado de libros a las siete de la tarde, tras la marcha de los amigos que han comido contigo y te han hecho feliz. Otras son fructíferas, diáfanas y espumosas como el cutis de un soneto petrarquista, los insomnios de un bebé o una plaza renacentista saturada de flashes, promesas y turistas.

Las primeras ahogan, rodean nuestra nuez con maestría asesina; con maestría asesina oprimen el lazo, la sombra chinesca de nuestra felicidad. Y nos matan. Y nos mueren. Las segundas, oxigenan. Sobrevuelan paredes, emociones, ideas, fotografías, canciones y bolígrafos. Sobrevuelan silencios, películas, lágrimas, esperanzas y certezas. Y nos reviven. Nos renacen.

Algunas soledades llevan al suicidio; otras, al primer verso de un poema, a la primera frase de una narración, al picaporte de una escena cinematográfica, al indescifrable escalofrío de un contraluz aún no visionado.

Algunas soledades llevan a recorrer la calle Aragón de Barcelona buscando los brazos de una librería a las diez de la mañana. Otras, al folio en blanco, a la enésima escucha de las sinfónicas mozartianas que es, siempre, la primera. Y avanzas, asfalto adelante, rodeado de coches, villancicos, luces, transeúntes que te mandarían al diablo si a esa hora navideña, en mitad de la avenida, te diera por apearte del barco, saltar por estribor y morir.

Avanzas, digo, y en el asiento de la izquierda una bolsa repleta de juguetes reproduce la alegría que inundó tu casa el día que vinieron tus amigos con sus dos hijos pequeños. Y no sabes, ni puedes, cómo darles las gracias por cercenar un fragmento de su tiempo para que tú lo devores. No sabes, ni puedes, cómo corresponder a su amistad. Y les escribes uno, dos, mil mensajes a cual más redundante, empalagoso, emocional. Y regresas a casa con seis nuevos libros debajo del brazo. Seis nuevos libros que tardarás un mes, seguramente, en leer, olvidar y releer. Y escribes unos versos, tal vez «la vida tiene alas de paloma y hondura de piano tocado por un niño», tal vez «un hombre triste apura el cáliz profano de la risa en busca de un naufragio que lo devuelva al mundo», tal vez «algunas soledades son de esparto y llevan al suicidio…» Y piensas que es fácil darle la razón a Horacio cuando la dicha nos es propicia…

Qué fácil es (cuando el día existe, carpe diem) disfrutar del día.

Sonríes. Un tanto infantilmente, recuperas la segunda parte del verso horaciano (quam minumum credula postero) la alegría detenida de la bolsa de juguetes; la prodigiosa luz de tus amigos, de sus hijos pequeños alrededor del mantel y esperas un instante, solo un instante, para apretar el gatillo. Porque hay que aprovechar el instante desconfiando del día de mañana, aún por llegar. Porque hay soledades, sí, que llevan a la muerte pero también existen las que nos llevan a Horacio, a la literatura, a la docencia o al teatro. Porque existir es leer, leer es escribir y escribir es suicidarse. Y el sábado comí con unos amigos. Y fui feliz. Y al acabar la velada quise esconder la soledad debajo de la alfombra residual de la tarde. Y huir a casa de mis padres. Y el coche no me arrancó. No tenía batería. Y releí las odas de Horacio. Y el pasaje del arsénico en Madame Bovary.

Algunas soledades, !ah!, conducen a la muerte. Otras, a conducir sin prisa por la calle Aragón de Barcelona con una bolsa repleta de juguetes en el asiento de la izquierda y toda una ciudad al otro lado.


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