La autoridad del fracaso

La termita y la palabra

 

Como todos los niños fracasados de la década de los noventa, yo acabé almacenado en cinco cursos de «formación profesional» que terminé en siete tras haber repetido, siguiendo al pie de la letra la lógica del desdén, octavo de E.G.B. Un lustro antes, sin haber realizado tercero, me pasaron a cuarto y viví a remolque de un test psicológico, un número chillón, una firma de inspección y un raro papel.

A los quince, esquivando asientos contables en el libro mayor, teorías adustas sobre la racionalización del tiempo laboral, fórmulas obtusas, las tablas de Taylor, McKinsey o Fayol, me salté algunas clases para ir a los parques a escribir o a leer.

Los otros barones rampantes del colegio huían a los billares y fumaban tabaco con olor malandrín; de vez en vez besaban a la chica más guapa de la clase y yo los envidiaba sin chistar. Dos o tres mañanas seguí sus pasos, dos o tres aburrimientos largos como un sinfín. Ese sopor tiránico me hizo existencialista, un Robinson Crusoe en el vagón del metro. Un turolense que moría en París.

Las clases de Llovet, Navarro Durán, Valverde o Tuson salvaron, ahí es nada, mi zoé y mi bíos: la carcasa bicéfala de mi vida. Nunca me pidieron razones, nunca vetaron su sapiencia a mi ignorancia torpe, torrencial y fría.

Había leído prólogos suyos y «solo» por eso, los quería; en un sentido humano, los amé. Frecuenté sus clases, en sesiones fugaces, siempre clandestino en la última fila: la bancada del acné. Acabado el trance, volver al Instituto me suponía un trauma, una desdicha. Repetí primero y a la larga quinto de Administrativo: mi corona espinal de alambre y F.P.

Recuerdo especialmente el último año de aquellos rancios días: la tormenta perfecta del desinterés.

Leí a galpón caliente doscientos veintiséis libros. Escribí algunas noches que nunca encuaderné. Maldije la rima y toda su asonancia. Viví en cuaderna vía silencios de papel.

Nunca volveré a tragarme La Regenta, El Quijote, La Ilíada, La Odisea, en una semana.

Nunca volveré a comerme (en cinco breves noches) los cuentos de Poe, Rayuela de Cortázar, la muerte virgiliana de Broch y la Divina Comedia. La piel de la piel.

Pasaron los diecisiete; dejaron un pavor y al lado del jazmín, una sandalia muerta. A veces trato de calzar mi desnudez actual con esa sandalia curtida en el pasado. Se ha encogido el pie. No soy merecedor de aquel fracaso.

Ignoro si el fracaso merece a quien se fue.


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