Konstantin

Cruzando los límites

De pronto, lo recordaba todo… estaba rodeado de rostros enloquecidos que se desplazaban a su alrededor como si el mundo se hubiera subido a un ventilador; los fragmentos de sol aparecían y desparecían con tanta rapidez a través del dosel de la selva que se confundían con el trazado de las balas; el olor de la sangre se confundía con el del sudor, el del fango y el de las bestias salvajes: el mundo… su mundo no era lo que había esperado, le habían dicho que, después de la muerte, los familiares más allegados y los amigos más íntimos que se habían ido te estaban esperando para llevarte a un lugar carente de dolor, hasta que un espíritu avanzado te acogía y repasaba los momentos decisivos de tu vida antes del retorno… No había nada de lo que arrepentirse, pues todos nacemos con una misión en la vida y volvemos una y otra vez hasta que se da por cumplida…

Konstantin esperaba un trato especial después de haber pasado dos años con los Eisantzgruppen en la Ucrania ocupada por los nazis, ya que él solo había librado al mundo de la presencia de una buena cantidad de la escoria que estaba bloqueando el desarrollo de la humanidad: unos cuantos cientos de soviets y varias decenas de miles de judíos.

Todo fue bien hasta que un día la pistola Walther se calentó tanto en aquel famoso barranco ucraniano que ya no pudo sostenerla, pero estaba tan metido en la piel del verdugo que, arrastrado por el vértigo que produce sentirse en posesión del destino, echó mano de su daga de honor de las SS y se bañó en sangre, y hubiera seguido degollando si el coronel Von Alvensleben no se lo hubiera impedido. Ese mismo día le ofrecieron otro destino.

Se sentía tan comprometido con la extinción de los judíos que pidió incorporarse al autobús azul del Kommando que recorría Letonia con el propósito de su exterminio, pero aquel proyecto ya se había terminado y le enviaron al norte de Noruega, donde aquel invierno el Führer había ordenado la destrucción sistemática de todas las construcciones y la evacuación de la población ante el avance de las hordas comunistas.

En Laponia, Konstantin quemó hasta los postes del teléfono, un derroche de combustible necesario para prender fuego por todas partes en aquel infierno blanco, iluminando la noche eterna con el afán de competir con el resplandor ártico.

Los alemanes se llevaban a la gente en camiones por las carreteras heladas, atravesando el mar por encima del hielo que cubría los fiordos. El invierno era un aliado precioso, nadie podía esconderse en los páramos rocosos, ni en los escasos bosques de abedules que se fruncían como lámparas diabólicas que silbaban con el viento mientras esparcían sus cenizas por el cielo.

Un día, cuando ya no quedaba nada que destruir, Konstantin se dirigió en solitario al cabo Norte. La planicie helada del océano Ártico que se abría ante él y se extendía hasta confundirse con el firmamento estaba iluminada por una luminiscencia verde y anaranjada que brillaba en el cielo como si los dioses le indicaran el camino hacia el Valhala. Pero su paraíso se parecía más a un infierno en el que se reproducían interminablemente los escenarios de la guerra que asolaba el continente. El hielo que cubría el mar estaba teñido de sangre; como un espejo, reflejaba la silenciosa vibración de las auroras boreales. Trescientos metros más abajo, el hielo se mecía contra las rocas, rompiéndose y volviéndose a formar por encima de las olas con estremecedores quebrantos. Konstantin se sentía observado por los osos polares, como guardianes de una eternidad perecedera, y tuvo la convicción de que en el otro lado le estaban esperando.

El viento vibró en sus entrañas como una guadaña y el frío se apoderó de tal forma de su corazón que el alemán, consciente de que la guerra estaba perdida y de que su vida carecía de esperanza, dio el último y decisivo paso.

Volvió a nacer en una aldea del Congo, con la peculiaridad de ser pigmeo y albino. Ignoraba que, diez años después, los hombres de uno de los múltiples ejércitos de liberación que asolaban el bosque de Ituri lo encontrarían. Era tan gracioso, tan pequeño y tan blanco que decidieron usarlo como estandarte en lugar de devorarlo, como habían hecho con sus hermanos. Atado en lo alto de un palo, desnudo, iluminaba el avance de los niños soldados, que gritaban y se arremolinaban a los pies de aquel cuerpo de niño con alma de asesino que no podía entender por qué le miraban de aquella manera tan extraña los bonobos que habían dejado por unos instantes de hacer el amor en las ramas de los árboles para congraciarse con aquel sanguinolento espantajo que lloraba, reía y gritaba al mismo tiempo.