Daba mucha pena ver a los dos viejos cabeceando por el sueño, acurrucados junto al rescoldo. Cuando el cuello se les quedaba flojo y se les iba la cabeza para adelante, el propio tirón les obligaba a enderezarse y abrir los ojos, primero asustados, luego enfadados. ¿Por qué estaban ahí, pegados a la estufa, atisbando la cuesta por la que tarde o temprano tenía que volver la pequeña Lola? ¿Qué le daba derecho a un imbécil a llevarse a su niña a un concierto? Eso había dicho el asqueroso: sería más bien un chunda-chunda de ridículos desharrapados apestosos. ¿Y por qué Lola había querido ir con él? ¿Por qué, de pronto, su pequeña daba muestras de interesarse en unos pelanas mostrencos?
Mademoiselle Fifí estaba preocupada por Lola, pero también por el viejo Jules. La temperatura era demasiado fría para él. De joven se había quedado toda una noche colgando de una cornisa y le habían tenido que amputar una extremidad. Desde entonces, en lugar de su enorme buen corazón, lo más sustancial del Tío pasó a ser justo aquello que le faltaba.
Jules estaba preocupado por Lola y también por Fifí, a quien hubiese querido abrigar mejor con su cuerpo incompleto. Mademoiselle era vieja, ya no se parecía al soldado psicópata, delgado y letal del cuento de Maupassant, aunque conservaba viva esa mirada fría y cierto aire de condescendencia. No cabía esperar de ella piedad, calidez o mimo, pero tenía una lealtad inquebrantable con los seres queridos.
La noche se quedó como suspendida en el tiempo y así supieron que no tardaría en comenzar a nevar. Los dos viejos, acurrucados uno junto al otro, volvían a las cabezadas y volvían al susto y al enfado. A veces, el enfado les despertaba lo suficiente como para darle vueltas a un recuerdo: ¿A cuántos galanes habían despeñado cuesta abajo en los últimos años? Tío Jules se les enredaba en los pies y Mademoiselle Fifí les saltaba a la cara enseñando las uñas. Habitualmente caían rodando y se rompían algo, de manera que la relación no llegaba a cuajar. Pero a este traidor no lo vieron venir porque abordó a su Lola en la ferretería del pueblo, fuera del control y la protección de los viejos.
La perspectiva del futuro atormentaba hasta tal punto a Fifí, que la última vez que el bigardo les había visitado, se le había sentado encima y le había observado detenidamente durante un tiempo que al examinado se le hizo eterno. Les iba a quitar a Lola, iba a destrozar el santuario que habían construido lejos de las miserias de la vida corriente… y él ni siquiera valía gran cosa.
Ya nevaba. Por fin se oyó la verja de la entrada. Lola subía por la cuesta. En su cara, como ascuas, unos ojos de enamorada. Nunca se vio a unos gatos más desolados que el pobre Tío Jules y Mademoiselle Fifí. Los copos revoloteaban, se posaban y lo borraban todo.
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Imagen de Bernabela Azogue.