A Osmán Avilés
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Marchan por la Calle Obispo
bajo el látigo inclemente del verano.
Tras las raídas sotanas se vislumbra
el sexo de los hombres
que deben consagrarse al pudor, la castidad y la doctrina.
Las rústicas sandalias rozan los adoquines.
Como una impúdica plegaria se eleva el olor
de las axilas en el aire
envolviendo las aceras y las plazas.
Un jovencito imberbe y una niña los observan;
una beata, tras su velo, hace una extraña mueca y se persigna
mientras el dulce canto gregoriano hechiza a cada transeúnte.
Todos detienen su juego, su ocio o su quehacer para verlos pasar.
De dos en dos, los seminaristas se pierden en la Calle Obispo.
Tuercen la esquina y se adentran por la oscura puerta del convento,
erguidos y austeros, cargando sobre su pecho tan pesada cruz.
Aún nos puede llenar de turbación la imagen que recuerdo.