Joe Martin, actor y orangután

Los lunes, día del espectador

Joe Martin con gorra de policía en Seven years bad luck (1921), de Max Linder.


La soberbia manda. Tendemos a creer que la nuestra es la única historia sobre la Tierra y no es así: primates, felinos, insectos o plantas tienen la suya propia. Individuos hay entre los irracionales que merecen el dudoso honor de rozar la humanidad, tal es su trayectoria sobre este mundo. Si no la más pertinente, sí singular y arquetípica es la del orangután bautizado Joe Martin, que viviera en el Hollywood del cine mudo alcanzando categoría estelar, una vida ejemplar como pocas que traigo hoy bajo el brazo. Tal es su peripecia.

Arrancó a Joe de su existencia en las selvas de Malasia —no sé si feliz y pacífica, en todo caso natural— una expedición de esas que salen en películas en blanco y negro, compuesta por cazadores de salacot y correajes, de las que marchaban a lugares exóticos a las órdenes de circos y zoológicos antes de que todas estas cosas estuvieran tan pero que tan mal vistas. Un disparo en la cabeza a la mamá, otro en la cabeza al papá y ya tenemos al pequeño Hombre de los Bosques —tal quiere decir orangután en la misteriosa lengua de Borneo— metido en una jaula dispuesto a conocer, le guste o no, las ventajas del sistema y de la economía de libre mercado. Destino no muy diferente del de cualquiera de nosotros que no haya nacido rico, vamos.

En una fecha imprecisa de 1913, aturdido, pasmado, intentando descifrar una realidad hostil, desembarca el prisionero Joe Martin en Norteamérica. «Es un bebé orangután, con brazos y piernas desproporcionadamente largos, ojos tristes, casi humanos, y un muy natural resentimiento por el trato recibido», recuerda la periodista Emma Lindsay Squire. Viene de Borneo con modales aprendidos y en muy poco tiempo pasa de la jaula a comer en la mesa con sus captores, que se entretienen en aficionarle a tabacos y licores, hábitos que no ha de abandonar nunca en su turbada existencia.

Semejantes refinamientos atraen hacia el primate la atención del despiadado adiestrador Red Gallagher, más amigo del palo que del halago, quien consciente de sus buenas mañas y de su potencial cómico, lo compra y se encarga de dejarle claro, látigo mediante, cuál es su verdadero lugar en el mundo. Todo aprendizaje es trauma, ya se sabe, y más aún cuando se trata de renegar de la naturaleza propia para adquirir una impostada, así que no hay que extrañarse de que Joe, confuso pero consciente, la emprenda a mordiscos con esa especie de Dr. Moreau que le ha caído en gracia, en cuanto le sacan un momento de su celda.

Dicen las crónicas que con el tiempo logra tolerar y hasta apreciar la presencia de humanos, aunque nunca llegase a perdonar al que fue su primer maestro: su hostilidad se extendía incluso a los amigos de éste, a los que intentó en más de una ocasión estrangular sacando los brazos a través de los barrotes de su jaula. Espabilado, paciente y díscolo, no le dejan las cicatrices más opción que aprender las mañas del mundo, que quien no trabaja no come, como recordó San Pablo, y por muy simio que sea uno, no se ve libre de tan terrible sentencia.

Por un buen dinero vende Gallagher al simio a un domador profesional que del circo ha pasado al más próspero mundo del cine, Curly Stecker, quien junto a su esposa pasa a encargarse de la educación de Joe. Sus métodos son parecidos a los de su anterior propietario; acostumbrado a tratar con leones, tigres y elefantes el especialista desconoce las sutilezas del primate, que sigue llevándose a cuestas su buena ración de castigos. Mas la letra con sangre entra y pronto los servicios de Joe son ofrecidos a los estudios Universal, en los que empieza protagonizando, ya con su nombre artístico, una serie de cortos cómicos.

Para entonces un buen número de animales han alcanzado tal status: Max, Moritz y Pep, el trío de monos, la cabra Billy Whiskers, Cameo el gato o Sally la yegua, en filmes hoy perdidos. Los espectadores se desternillan viendo a nuestro Joe vestido de traje, con chaleco, cadena de reloj y hasta botines a medida en títulos como What Darwin misses (1916), Making Monkey Bussiness (1917) o A wild night (1920). Remedos que consuelan nuestro propio desvalimiento, reírse de los monos es sentimiento universal y no seré yo quien vaya a deplorarlo, desde luego.

Cuentan —porque sobrevivir no han sobrevivido más que fotogramas de algunos filmes— que las habilidades del orangután eran portentosas; yo no lo sé. El caso es que consigue encadenar corto tras corto, para mayor fortuna de su propietario, en los que con facilidad pasa de figurante a protagonista absoluto. Ataviado con su traje aparece en muchas fotografías; yo lo he visto como Dios lo trajo al mundo en el serial Las aventuras de Tarzán, de 1921, donde el contundente Elmo Lincoln personificase por última vez al Señor de la Jungla. Los episodios, bastante fieles al espíritu de las novelas, se dejan ver muy bien, y allí, entre reinas de civilizaciones perdidas, negros de hueso en la nariz y hombres prehistóricos armados con garrotes, encontramos a Joe encarnando a Ara, una especie de Chita al servicio del héroe. Recadero que le susurra en los oídos y después besa sus mejillas, inevitablemente atrae toda simpatía.

Entre 1920 y 1923 Joe Martin aparece en prensa, interviene en largometrajes y hasta tiene su propia serie de comic-strips, en los que ejerce de orangután sensato y parlanchín en medio de unos negros caricaturescos muy alejados de cualquier corrección política. Desde su jaula vive el triunfo, mal que día a día le vaya ganando el tedio. Lo pude ver hace poco en Seven years bad luck (1921) junto al gran Max Linder, caricato célebre de la primera hornada, triste superviviente de la Primera Carnicería Mundial que acabó por suicidarse con su jovencísima señora después de haber tenido tiempo de triunfar y de haber sido olvidado.

Compuso Max un personaje que repetiría filme tras filme, el galán atolondrado, mujeriego y un punto borrachín que vive de fiesta en fiesta sin dar palo al agua, todo farsa, burla, elegancia y descreimiento. Seven years bad luck mantiene una frescura envidiable gracias al enorme talento como mimo y bailarín del señor Linder y a una realización precisa y sin alharacas. Aparecen haciendo diversas gracias algunos animalitos: una oca, un gato que le lame el bigote, una leona amistosa y hasta un elefante. Joe sale enjaulado, mono de zoológico que gracias a sus largos brazos captura a un fugitivo Linder y lo entrega a manos de la ley, adornada su cabeza por una gorra de policía.

Por entonces el humor de Martin se avinagra por completo y empieza a ganar mala fama en los platós. Mordiscos aquí y allá, escapadas en las que destroza cuanto se pone en su camino, hartazgo de su papel o vaya usted a saber qué, el caso es que durante el rodaje de un filme de Rex Ingram de 1923 el simio se vuelve medio loco y en una escena en la que el actor principal se acerca a Barbara La Marr para ponerle un collar, Joe salta de su asiento, hinca sus dientes en el brazo del galán arrancándole un trozo de carne y ebrio de sangre emprende la fuga. Tal actitud enerva a su propietario y entrenador, augurándole a Joe un negro futuro que no va a tardar nada en llegar.

El desenlace se produce ese mismo año, en el momento en que la popularidad del orangután está en todo su esplendor. En los estudios se rueda una comedia. Presentes están Curly, su esposa y un resabiado Joe Martin; protagoniza el filme la estrella infantil olvidada Baby Peggy. Su entrenadora Diana Serra Cary ha tenido que echar mano de todas sus gracias para evitar que en la sesión fotográfica previa al rodaje la aterrada niña no rompiese a llorar cuando le han obligado a retratarse sonriente en brazos del simio. Será Diana, testigo presencial, quien narre para la posteridad el final de la efímera fama de Joe.

No se sabe muy bien a santo de qué, el caso es que en un momento dado a Joe Martin le da un pronto, acierta a pasar a su lado la mujer de su amo y el simio, ni corto ni perezoso, desahoga tantas horas muertas agarrándola del cuello y atizándole un mordisco en el brazo que hace asomar al mismo hueso. Chorreando sangre la señora se pone a gritar, sacando de sus casillas a Curly, cuyo resentimiento hacia Joe no ha hecho más que crecer viendo como el dinero se le escurre entre los dedos por culpa de la rebeldía de su estrella.

Va hacia el simio, lo levanta del suelo, lo coloca en un sillón de dentista que forma parte del atrezzo del filme, amarra las cuatro extremidades y armado de unas tenazas le arranca uno a uno todos los dientes ante unos testigos atónitos que no alcanzan a reaccionar. Litros de hemoglobina, inhumanos aullidos, después de un buen rato de suplicio, narra Diana como Stecker parece despertar de repente: “…Y como emergiendo de un sueño, el entrenador se dio cuenta de lo que había hecho. Mirando a los ojos, locos de dolor, del animal, comprendió que si lo dejaba libre ahora el simio asesino sería capaz de hacer pedazos a cualquiera. Stecker, que siempre llevaba una pistola por si acaso hacía falta en los rodajes, la extrajo de la funda y disparó varios tiros en la cabeza de Joe, ante el horror y la incredulidad de los que allí estábamos”.

Tal fue, según apunta todo indicio, la historia de Joe Martin. La de Curly Stecker, su matador, no se prolongó mucho más. Harto de los malos modales del entrenador, el elefante Charlie decidió un día sentarse encima de él, haciendo caso omiso de las desesperadas súplicas del domador y ejerciendo una suerte de justicia poética, que diría un cursi. Tras varios días de agonía, Curly Stecker murió a consecuencia de las heridas recibidas.

La Universal, ávida de seguir cosechando billetes, bautizó como Joe Martin a un chimpancé recién adquirido y le puso a hacer las mismas monadas que inmortalizase hasta entonces nuestro hermano el orangután.