Una vez quise entrevistar a Javier Tomeo, pero la cosa salió mal. Tomeo es uno de los escritores españoles más prolíficos y originales, autor de numerosos cuentos, novelas y artículos periodísticos, traducido a quince idiomas y con gran predicamento en Europa y Estados Unidos. Sus trabajos se han adaptado al teatro y al cine, y, a pesar de no ser demasiado popular, ha recibido numerosos premios y homenajes, incluso una propuesta para el premio Nobel. Fiel a sí mismo, Javier Tomeo se las ha ingeniado para sortear las presiones del mercado y escribir lo que le venía en gana. Sus seguidores le consideran un escritor de culto, le reverencian y alaban. Y él, a cambio, les devuelve el halago: «mis lectores —solía decir— son de primera calidad».
A primeros del 2013 intenté entrevistarle para proponerle que colaborara per gratia et amore con El Butano Popular, la revista que fue la antesala de La Charca Literaria. Contacté con Tomeo por internet y a medida que se aproximaba la cita aumentaban mis nervios. Entrevistar a un escritor de culto siempre impone, más aún conociendo algunas fotos de semejante chicarrón octogenario, su imponente planta de luchador de sumo y esa cara áspera que parece moldeada a base de mamporros. Los primeros contactos telefónicos me tranquilizaron: en cuanto su imagen dejó paso a la palabra, del otro lado del teléfono llegaba la voz de Tomeo, amable, acogedora, baturra.
—¡Hombre, Pere! ¿A que no sabes con quién estoy? ¡Con un médico chino, que me está haciendo acupuntura! Estoy cojo, Pere. Apenas puedo caminar. ¡No sabes cómo me joden las piernas! —el tono de Tomeo era animado; la actitud, entusiasta.
—Pero bueno, ¿qué te pasa?
—Ciática y varices, Pere. ¡La vejez al completo! ¡Que tengo más de ochenta años! A ver si el chino me arregla un poco y nos vemos la semana que viene. Aquí en mi casa, si te parece. ¿Me traerás uvas?
—Javier, ahora no es tiempo de uvas…—me excuso. Tomeo sabe que tengo un huerto y está encaprichado con que le lleve algo.
—Bueno, pues me traes verduras. Las que tengas. ¡Qué buenas las acelgas! ¡Y los tomates!
—Bueno, ya veremos. Estamos en abril y el huerto está descansando. Si quieres te llevo mermelada de tomate… La hago yo con los tomates veraniegos.
—Vale, pero no sé qué pensará el médico. El azúcar va fatal para los triglicéridos y para las muelas… ¿Ya has leído mi último libro?
—¿Cuál? Estoy leyendo los Cuentos completos, aunque casi todo el material que aparece allí ya lo conocía. El Bestiario, las Historias mínimas, los Cuentos perversos...
—No, ese no. Me refiero a la última novela que ha salido en Alpha Decay. Se titula Creadores de monstruos y la publicaron por Sant Jordi. Te mando una.
—No, no es necesario. Esta misma tarde saldré a comprarla y así, cuando nos veamos, la podremos comentar. Ahora estoy terminando La noche del lobo, que me parece muy divertida. Y luego me esperan las andanzas de esa pareja de viejos verdes que leen cuentos de Andersen…
Acordamos que volvería a llamarle al cabo de una semana y me enfrasqué en la preparación de la entrevista. Decidí evitar lugares comunes y no preguntarle por sus estudios de derecho y criminología en Barcelona, ni mencionar a Bolaño, uno de sus más encumbrados seguidores. De todo ello ya nos informa Herralde en las contracubiertas de Anagrama, que es donde Tomeo ha publicado casi toda su obra. Se me ocurrió que podríamos empezar hablando de la cultura de masas y su relación con la literatura de postín. Poco prestigio y muchas ventas o pocas ventas y mucho prestigio. De hecho, Javier Tomeo se inició en Bruguera —años cincuenta— escribiendo novelitas del oeste firmadas por Frank Keller, sobrenombre que incluía, no sin intención, la K de Kafka.
Según dejó dicho, «la cultura de masas fabrica modelos de belleza, inteligencia, salud o potencia sexual inalcanzables para el común de los mortales». Ese contraste entre la realidad y el deseo está muy presente en las historias de nuestro autor. Por ejemplo, en la de aquel murciélago de su Bestiario (1988), “quizá la más fea de las criaturas nocturnas», que desea volar con las golondrinas, de cuya belleza querría contagiarse. Tras muchos días de volar juntos y sufrir las quemaduras del sol, el murciélago continúa tan repulsivo como siempre. La historia concluye con el pobre bicho pidiendo a los lectores que valoren su buena voluntad y, quizá, su ingenuidad.
Javier Tomeo no esquiva el lado más cruel de la realidad, la condición monstruosa de sus personajes, su soledad, su decrepitud física y moral. Y todo ello acidulado con cierta benevolencia. Cabría preguntarle, pues, qué papel juega el humor negro en su obra, una obra que comparte genes con la de Goya, Kafka o Buñuel. ¿Opina Tomeo —como Antonin Artaud— que el artista debe ser inclemente y brutal «para propinar un durísimo golpe al hombre que lleva dormido tantos siglos, y que ya no reconoce ninguna realidad más que las apariencias, la estupidez y la comodidad de un transcurrir apagado»?
Quizá nuestro autor se comporta como un moralista y nos recuerda —estoicamente— que somos seres solitarios y fracasados, sin expectativas ni salvación. Y eso le sucede a los humanos (Amado monstruo, 1998), los animales (Nuevo Bestiario, 1999), los vegetales (La rebelión de los rábanos, 1998) y las cosas (La muñeca hinchable, 1999). No hay otra opción que aceptar lo inevitable. «Ese sapo y yo, al fin y al cabo, somos hermanos, en la abstinencia y en el desamor», reconoce el protagonista de El canto de las Tortugas (1998). ¿Cabe una visión más desoladora del hombre y de las cosas?
Tomeo suaviza sus representaciones con apuntes compasivos, no exentos de ironía. “Quisiera añadir —escribe en algún lugar— que, como Valle-Inclán, no deformo los personajes e incluso los paisajes por el simple gusto de deformarlos, es decir, por la afición gratuita a lo grotesco, sino porque a fuerza de acumular efectos grotescos, pretendo obtener síntesis poéticas”. Esa es la intención.
Acudí a la cita con Tomeo el martes veintiuno de mayo de 2013. Me acompañaba la fotógrafa del Butano, debidamente aleccionada por Lardín: “Tomeo ofrece un retrato realmente goloso para el blanco y negro”. Llamamos al timbre, al teléfono fijo y al móvil, aporreamos su puerta… y nada. Alguien nos dijo que Tomeo solía desayunar en el bar de enfrente. No estaba. Allí montamos guardia e intentamos — inútilmente— compensar la ausencia de nuestro hombre con cafés, cigarrillos y conversación. Sobre la mesa languidecía la ofrenda ritual acordada: un par de lechugas del huerto y un bote de mermelada. Al final llegó el desánimo, y, ante aquella ausencia tozuda e inexplicable, nació el temor de que hubiese pasado algo.
No volví a saber nada de Tomeo hasta el viernes de esa misma semana.
—Pere… ¿a que no sabes dónde estoy? —me telefoneó— ¡En el hospital! Me ingresaron el martes a primera hora. No pude hablar contigo, ni con el americano que también quería verme —el tono continuaba siendo jovial, a pesar de la disciplina hospitalaria a la que estaba sometido.
—No importa. ¿Qué te van a hacer?
—El médico quiere operarme las varices, pero dice que igual lo resolvemos con medicación. ¡Otra pastilla!
—Bueno, siempre es mejor que operarse, ¿no? Pero dime, ¿necesitas algo? ¿Quieres que vaya a verte? ¿Te llevo alguna revista?
—No, nada. Hay una amiga que me ayuda.
—De acuerdo. Te llamaré dentro de unos días. Todo irá bien, ya verás.
Javier Tomeo no volvió a salir del hospital. Murió el veintidós de junio de 2013 y yo me enteré con retraso en Panticosa, donde me retiré unos días para descansar. En ese mismo lugar, pero tres años antes, Tomeo encontró la atmósfera ideal para rematar la edición de sus Cuentos completos. La coincidencia de fechas y lugares me dejó helado: por un lado, mi retiro voluntario en el Pirineo; por otro, el retiro obligado (y funesto) de Tomeo en el hospital, atrapado como un insecto gigante en el corcho de un entomólogo.
Me quedé sin entrevista y sin haber cumplido mis objetivos. Yo hubiera querido sacar a la luz la dimensión humana de nuestro autor, desvelar lo que escondía tras su apariencia de boxeador retirado. En nuestra última conversación traté de animarle: “Javier —le dije— en la entrevista podrás contar lo que te plazca. En El Butano no hay cortapisas”. Y al otro lado del teléfono se hizo el silencio. Tomeo suspiró con fastidio. Creo que la oferta de un espacio de libertad le pareció impertinente. ¡Como si él no hubiera dicho y hecho siempre lo que le venía en gana!