Se comienza por seguir las costumbres, las mudas normas angulares que, al flotar como partículas conductoras en todos los rituales comunes, parecen ser órdenes serias, eficaces, inopinables, casi sagradas y extrapolables, sobre todo extrapolables.
Pronto, uno se dedica a pasar el dedo sobre la huella que han dejado esas mismas reglas asentadas, esa sabiduría palmaria, en otras existencias (en otros individuos, en otros círculos) con el ánimo de aprehender, de garabatear en el aire un códice propio, personal y de bolsillo, que, sin cuestionarlas, a todas recoja y organice. Y uno se adapta y cree ver que esto es bueno. Acucia la sed de lo envolvente, del aprecio común, del ser sociablemente humano.
Luego, día tras día, una larga cadena de roces con estas pautas, que resultan ser rasantes y espinosas, te irá deshilachando, fibra a fibra. En pocos asaltos, a duras penas mantendrás rastro alguno de solidez distintiva, a duras penas te reconocerás en las escasas hebras que trenzarán tu esencia, o en el flojo encordado de tu ánimo, o en el arpa de sonados disgustos que sangran como hilos de seda. Más que demediado, te verás reducido a un manojo de filamentos contados, a los que nadie, ni tú siquiera, podrá asirse, en el que no se podrá anidar, con el que solo podrás esperar la sequedad, la quiebra, la escasez, la indigencia.