Huida

Escalofríos


Tengo predilección por este camino para salir a correr. Es la distancia perfecta para mí, ni muy larga ni demasiado corta, lo justo para poder completar el recorrido sin que me resulte demasiado fatigoso y poder llegar al final sintiéndome pletórico y con la moral y el ánimo por las nubes… que estoy bastante necesitado de eso.

De un pueblo al otro. Dos pueblos cercanos. Una carrera entre ellos que exige el suficiente esfuerzo, pero no menos, para alguien que, como yo, solo pretende hacer algo de ejercicio para mantenerme en forma y sentirme bien. No tengo ninguna intención de competir y los retos personales no se ajustan mucho a mi personalidad. Me conformo con un trecho corto que me haga sudar un poco y me haga sentir la elasticidad y resistencia que pueda quedarme a mis años, que no es poco… y no son pocos.

El recorrido no es difícil, casi todo con una ligera inclinación descendente y con varios repechos hacia arriba, lo que hace que sea ameno por el cambio necesario para cada cuesta y la variedad del terreno por el que corro, sobre arena, entre piedras —con cuidado—, por zonas llenas de pinaza bastante mullida y un tramo final asfaltado que me ayuda a ir reduciendo el trote poco a poco hasta llegar a una fuente natural bastante feúcha.

Hoy he salido pronto porque estamos cerca del verano y el calor ya se nota lo suficiente como para arriesgarme a correr a media mañana, con la solana apretando despiadadamente. Un madrugón que también es bueno en varios aspectos. A estas horas tempraneras el sol aún no ha pasado el perfil del monte y de esta forma no me deslumbra en los ojos. Por otro lado, no suele haber casi nadie tan madrugador y, aparte de alguna otra persona solitaria y corredora como yo, que me cruzo muy de vez en cuando, tengo el camino casi para mí solo.

Hoy, siendo día laborable, sí veo en las huertas linderas al camino algún agricultor trabajando en sus plantaciones. En el campo suele saludarse a cualquiera que te encuentres, muy al contrario que en la ciudad, donde para saludar a una persona tienes que citarte con ella.

En un momento dado, me he cruzado con un labriego, al que parece que he sorprendido apareciendo tras una roca que tapaba el camino, y, tras un respingo no disimulado, en vez de un saludo, me ha espetado…

—¿De qué huyes? —con un más que evidente tonillo de burla. Yo le he respondido de forma espontánea.

—¡De mí mismo! ¡Hasta luego! —he apostillado, sin detener mi carrera y levantando la mano a modo de adiós.

A los pocos minutos de ese encuentro, sin dejar de trotar, he escuchado algunos ruidos a mi espalda, como si alguien se acercase por detrás. He girado la cabeza y he visto a un grupo de personas que también, como yo, parece que han madrugado para correr por el mismo camino.

Me ha llamado la atención que todos visten igual y, casualmente, igual que yo, con camiseta amarilla fosforescente y pantalón técnico negro hasta por encima de la rodilla. ¡Ya es casualidad! Con la variedad de ropa deportiva que hay, todos iguales. Va a parecer que venimos de un colegio o de algún tipo de club. Este tipo de cosas me perturban un poco, aunque sé que no tienen ninguna importancia.

Parece que llevan algo más de velocidad que yo, que no es mucha, y que pronto me darán alcance. Voy a tratar de acelerar un poco para tratar de mantenerme a una distancia prudente y no mezclarme con ellos, aunque no sé si será mejor reducir para dejarles pasar y seguir después a mi ritmo, más tranquilo y en soledad.

Siento que se aproximan más y vuelvo a girar la cabeza. Trato de desentenderme de ellos, pero ya no puedo evitar estar pendiente. Digo ellos porque son todos hombres y de una altura curiosamente muy similar, aunque la carrera me impide apreciar ese término con exactitud. 

Aún están un poco lejos, pero se aproximan con claridad. Con cada zancada siento que están más cerca y, así, casi sin darme cuenta, la sensación de paz y libertad que tenía cuando inicié la carrera se está disipando. Giro mi cabeza, cada vez con mayor frecuencia a medida que los noto más próximos y descubro que no habla ninguno de ellos y solo se escucha el ruido de sus pasos rápidos, cada metro un poco más alto.

Me rindo y freno mi trote para dejarles pasar y seguir después por detrás de ellos. Es lo que debería haber hecho nada más notar que llegaban.

Jadeando, los miro con gestos de que yo no puedo seguir su ritmo y cediéndoles el paso por el estrecho camino por el que transitamos ahora.

Los miro. Los miro y me doy cuenta de que, además de vestir todos igual, como yo, son todos tan similares que parecen la misma persona. Tan parecidos entre ellos, ¡como parecidos a mí!

Cada uno de ellos —cuento unos siete— corre de distinta manera, pero son todos clavados e igualitos a mí. Me asusto.

Uno corre con el pecho hinchado y los hombros hacia atrás, como con gran seguridad. Otro parece arrastrar su cuerpo con dificultad. Hay otro que parece entretenerse constantemente con lo que encuentra en el camino… Pero ninguno pierde el paso y todos esos otros yo se acercan a la vez a mí.

Reacciono. Corro de nuevo. Imprimo mayor velocidad a mi carrera. Pero ellos me siguen, acelerando también.

Parece que la broma con el labrador con el que me he cruzado se ha hecho realidad. Parece que corro para escapar de mí mismo. Y no quiero saber qué parte de mí representa cada uno de los corredores que me sigue.


Más artículos de Herrero Javier

Ver todos los artículos de