El Jefe se ha empeñado en que dedique un artículo a David Foster Wallace, el escritor norteamericano que se ahorcó con cuarenta y seis años en septiembre de 2008. ¡Qué manía con los escritores suicidas! Los escritores se han suicidado desde siempre, movidos por las más extrañas razones y utilizando los más diversos sistemas. En este sentido, Foster Wallace no fue el último ni el más original, aunque toda una vida de depresiones, adicciones y alcohol prefiguraban un final convulso. Según cuenta su biógrafo D. T. Max en Todas las historias de amor son historias de fantasmas [1], Wallace dejó de lado las pastillas porque le impedían escribir con comodidad. Su empeño era acabar la novela El rey pálido [2], y la fenelzina lo aturdía. Así pues, eliminó el fármaco de su dieta y siguió escribiendo… hasta el fatal desenlace.
Quizá Foster Wallace consiguió recuperar su brillante fluidez durante algunas semanas, pero cuando volvió la depresión —porque volvió, y más fuerte que nunca— ya no hubo escapatoria. Sin una protección adecuada, la vida se le hizo insoportable. La fenelzina no le hacía efecto; tampoco las descargas electroconvulsivas a las que se sometió. Foster Wallace, desesperado, acabó colgándose en el patio de su casa la tarde del 12 de septiembre de 2008, aprovechando una breve ausencia de su mujer. Dejó, eso sí, una carta explicativa de un par de páginas —Foster Wallace siempre fue muy prolífico con la pluma—, así como el manuscrito ordenado de la que sería su última obra. Tres años después de su muerte se publicó, inacabada, esa novela: El rey pálido, de seiscientas quince páginas.
No he leído El rey pálido. Tampoco he podido con La broma infinita (1996) [3], la novela de Foster Wallace que aparece en la lista de las cien mejores obras de la literatura en inglés del siglo XX. He comprobado con pavor que La broma infinita es un ladrillo de más de mil doscientas páginas, un quilo setecientos gramos de peso, siete centímetros de grosor y tipografía demasiado pequeña para mis ojos. El libro desborda humor y situaciones apabullantes a cada paso, pero resulta difícilmente soportable hasta el final. Lo siento, no he podido acabarla, pero no soy el único. Sépase que esa novela aparece también en la lista de los libros más indigeribles de la historia.
Y a eso vamos. El Jefe, tan partidario de las obras cortitas, los folletos, las frases célebres… considera que es nuestra obligación cuestionar el prestigio de Foster Wallace por haber escrito libros indigeribles. Ya sabemos que «indigerible» es un concepto gastronómico y, hasta cierto, punto relativo. Quizá por eso La broma infinita llevó a muchos críticos a segregar litros de serotonina en sus comentarios, mientras que otros la ponían a caldo. Puede que alguno consiguiera acabar el libro.
La broma infinita —argumenta el Jefe— resulta tan indigerible como la Odisea, el Ulyses, el Quijote o Moby Dick. Libros clásicos, difíciles de consumar. ¿Por qué tanta gente los abandona antes el final? Quizá sea por su extensión, por su falta de linealidad, por su estructura enrevesada. Tuve un amigo —concluye el Jefe— que esperó a ser ingresado en una residencia de ancianos para entregarse a la lectura de los siete tomos de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust. Nunca antes había podido hacerlo. Tampoco entonces. La enfermedad y la muerte no se lo permitieron y se quedó a mitad del camino de Swan.
Cansado de tanta broma decidí sumergirme en algún otro libro de Foster Wallace con menos páginas. Escogí Entrevistas breves con hombres repulsivos (1999) [4], porque su título me pareció divertido y porque el formato de las entrevistas presagiaba un estilo ligero. Además, me intrigaba saber qué clase de tipos eran esos hombres repulsivos, a criterio de Foster Wallace. Pues bien: ni las entrevistas son entrevistas (Foster Wallace, entre otras paridas, inventó las entrevistas sin preguntas), ni son breves; tampoco los hombres repulsivos son diferentes al resto de los mortales que conozco: gente empeñada en hablar por los codos sobre asuntos banales a los que concede una trascendencia que no tienen. Da la sensación de que Foster Wallace buscara en su libro exasperar al lector con la narración detallada del absurdo de la existencia. Pues bien, míster Wallace, ya lo sabíamos sin necesidad de tanto cuento. Por cierto, en el libro también aparece alguna mujer repulsiva, que también las hay, aunque no sea políticamente correcto recordarlo.
La brevedad en la literatura es un valor; ya lo hemos defendido en otras ocasiones. Y la narración insulsa sobre trivialidades es una invitación al aburrimiento. Las doscientas primeras páginas de un libro de Foster Wallace puede que hagan gracia, pero a la que llegas a la doscientas veintiuna, la broma literaria amenaza con tornarse infinita.
Moraleja
Considerando lo anterior, trate de guiarse en lo sucesivo por las normas siguientes:
—Hay listas de libros de todo tipo. La broma infinita aparece entre los mejores libros en inglés del siglo XX, pero también en la lista de los libros más indigeribles. ¡Y eso que el editor de La broma eliminó más de quinientas páginas del original! No se fíe de las listas.
—Leer no ha de ser una obligación. Lea usted lo que le plazca y durante el tiempo que le plazca. Puede abandonar un libro cuando quiera. Deje la disciplina inglesa para los masoquistas. Un poquito de Foster Wallace es suficiente para mascar la tragedia que comporta vivir siendo un apático de tomo y lomo.
—Sobre depresiones, manicomios, suicidios y demás: tómese la medicación que le han prescrito, aunque le atonte un poco. Haga como el Jefe, que cada día se la toma. Sus subordinados, familiares y amigos se lo agradecerán.
[1] D. T. Max: Todas las historias de amor son historias de fantasmas. David Foster Wallace, una biografía. (Debate, Barcelona, 2013).
[2] David Foster Wallace: El rey pálido (Random House, Barcelona, 2011).
[3] David Foster Wallace: La broma infinita (Mondadori, Barcelona, 2002).
[4] David Foster Wallace: Entrevistas breves con hombres repulsivos (Random House, Barcelona, 2011).