Me llamaban Lambda Rosa. Era boxeadora y estaba atravesando un mal momento. Acababa de perder cinco combates y mi autoestima estaba por los suelos. Tenía las cejas cosidas con alambres, los labios irregularmente hinchados, la nariz como si un camión le hubiera pasado por encima. Mis compañeras de piso y peleas, mis amantes, me ignoraban, como ese mueble que has decidido tirar y tratas de olvidar. Necesitaba escapar, y no se me ocurrió otra cosa que apuntarme como voluntaria para luchar con las tropas internacionales en la recién empezada guerra de Ucrania. Me equivoqué. No sabía que la primavera ucraniana fuera tan terrible. Me pasé dos meses hundida en el barro de una planicie negruzca e interminable, avanzando y retrocediendo sin ganar ni perder terreno. Un día, en plena retirada, una explosión me hirió en una pierna. El resto del batallón, que luchaba por sacar los pies del lodo a cada paso, me abandonó cubierta de barro entre unos saucos floridos. Me dijeron que me ocultara en el pozo ciego que había bajo los arbustos, hasta que volvieran. Pasé dos días enterrada en la mierda, mientras los soldados rusos cruzaban en silencio por encima de aquel inodoro campestre y descargaban sus miserias sobre mis hombros. Lloré sin parar y bebí mis propias lágrimas. Decían que los rusos violaban a todas las mujeres para asegurarse de que su ADN impregnara aquel territorio. Calculaba cuántos tíos podría soportar en mi interior y si valía la pena romperse los nudillos para morir aplastada en el barro y florecer en cualquier árbol.
Cuando los rusos retrocedieron y los míos me rescataron, decidí que había tenido bastante purgatorio y que volvía a Barcelona, porque siempre vale más vivir en soledad en un entorno seguro y conocido que en esa guerra, que tenía visos de convertirse en un tira y afloja interminable.
Sin embargo, haber estado en aquel infierno me convirtió en un icono, y eso me hizo sexualmente más atractiva. Durante varios días, mis compañeras me miraron como si fuera el personaje de un cuadro que ellas mismas acabaran de pintar, buscando y retocando todas las imperfecciones, desde las puntas de los dedos de los pies hasta los rizos que me recogían con cariño para relamerme las orejas. Furia me daba un beso en los labios y me decía te quiero, tesoro, y las demás la seguían; yo ya estaba temblando de placer cuando Lamia se apretaba contra mi pecho y me acariciaba las nalgas, mientras me ofrecía la lengua en cualquier lugar y yo veía a todos los tíos a nuestro alrededor enderezarse ante aquella santa compaña a la que más les valía no acercarse so pena de verse arrastrados a un lugar donde podían arrancarles los ojos.
Barcelona era mi ciudad, pero mantenía con ella una relación de amor y odio. Sería un maravilloso escenario postapocalíptico si se cubrieran todos los edificios modernistas de hiedra y se hiciera desaparecer a todos los turistas. Una tenía la sensación de que el paso del tiempo se debía a su evolución en las cámaras de los móviles, mientras los duendes del bosque se escondían tras las fachadas para no salir en las imágenes. Lo que más me atraía era la infinidad de secretos escondidos detrás de los callejones de la ciudad vieja, las plazas y sus terrazas, los edificios grises llenos de pisos pequeños con los suelos desnivelados, los retretes improvisados en galerías estrechas, las sábanas espermáticas, arrebujadas sobre colchones hundidos, las tuberías de plomo supurantes de moho, las prostitutas del todo a cien con los labios troquelados por el carmín, los adictos que florecían y fenecían el mismo día como flores de cactus en los pasillos de los narcopisos, los estudiantes emporrados que resbalaban como sombras por las paredes, los colmados saturados de verduras exóticas en cuya trastienda vivían familias enteras, los alcohólicos atrapados en su mundo de quebradizo cristal y los que pasábamos por allí buscando un restaurante donde un travestido se presentase por las noches a ofrecer su doble y transgresora personalidad a quienes creyeran que la vida hay que bebérsela como el agua fresca por muy amarga que sea.
Cuando estaba en las estepas ucranianas, con el cielo atravesado por las estelas de los cohetes, junto a aquellos hombres temerosos y valientes a la vez que se acomodaban al barro y la nieve como si fueran lobos invernales, me acordaba de esos pisos del Raval donde las litronas se pasan de bloque en bloque simulando las pelotas arrancadas de sus desabridos habitantes. Soñaba con esos lugares donde, cuando se hace de noche y se encienden las luces de aquellos pisos altos y estrechos, pueden verse, a través de las rendijas de las persianas, los testículos asomando por debajo de los calzoncillos, las bragas de diez tallas, los vientres hinchados y, en lo alto, cerebros con las circunvoluciones necesarias para soñar con un poco, solo un poco, de felicidad.
Un par de semanas después, durante una noche de cervezas en el tejado de nuestro edificio, contemplando el enladrillado luminoso de la ciudad, sobre el que emergía la Catedral del Mar, mientras las cuatro leonas del ring nos preparábamos para una noche de amor, cuando ya estábamos intoxicadas por el intenso aroma de los cuerpos, las lenguas entrelazaban poemas de amor y el fuego valyrio ardía entre nuestras piernas dispuesto a devorar ciudades enteras, el cielo se iluminó súbitamente sobre el mar. Una luz cegadora nos hizo agacharnos y taparnos la cara. Recordé en aquel momento cómo se genera una estrella, y pensé que allí mismo una nube de gas muy denso había surgido del universo profundo y se había contraído, el hidrógeno había colapsado y empezaba a transformarse en el corazón de un nuevo sol, pero luego me vino a la mente lo que nos habían explicado en Ucrania y me di cuenta de que aquello era el uranio descomponiéndose en luz y calor. Antes de que pudiera avisar a nadie, nos alcanzó el aire caliente que barría violentamente la ciudad, cargado de partículas radiactivas. La explosión había tenido lugar a unos diez kilómetros, el sonido nos alcanzó cuando descendíamos por las escaleras, con la sensación de que el mundo se derretía a nuestro alrededor.
Soy la única superviviente de aquel grupo. Ya nadie vive en ciudades, nos hemos dispersado por un área muy grande y nos hemos asentado en poblaciones pequeñas. Los dedos sonrosados de los amaneceres homéricos se han apoderado de forma perpetua de un cielo que nunca volverá a ser como antes. No sé cuánto tardaremos en cometer los mismos errores, pero ya arde en la fragua el carbón de las identidades que convertirá la marea humana en un nido de serpientes.