Hay actores de cine que acaban engullidos por su propio personaje, como el Anthony Perkins de Psicosis (1960), marcado para siempre por la personalidad de Norman Bates. Desde aquel papel inaugural, Perkins repitió ad nauseam el perfil de sujeto tímido y neurótico en El proceso (1962), de Orson Welles, La década prodigiosa (1971), de Claude Chabrol, o a La pasión de China Blue (1984), de Ken Russell, películas a las que debemos añadir la traca final de Psicosis 2, 3 y 4, secuelas del original de Hitchcock. Hoy día, pensar en Anthony Perkins es pensar en Norman Bates.
Otro ejemplo de actriz rendida a su personaje es el de Hedy Lamarr, la primera mujer en la historia del cine que apareció desnuda en una película comercial (Éxtasis, 1933), del director checo Gustav Machatý. El tal Machatý engañó a la actriz (en aquel tiempo, una deliciosa jovencita de diecinueve años que atendía por Hedwig Kiesler) para que se dejara filmar desnuda a gran distancia, con la excusa de que estando la cámara tan lejos apenas se la vería. Lo cierto es que sí se la pudo ver; primero, bañándose en un lago de aguas trasparentes y, después, corriendo en cueros por la campiña. Pero además de aparecer desnuda, Hedwig Kiesler simuló un ardiente deseo sexual y un orgasmo, o fue filmada mientras lo experimentaba, que nunca lo sabremos. ¡El primer orgasmo femenino que pudo verse en una pantalla de cine! Un par de detalles que atormentaron la conciencia relamida de los voyeurs de la época.
Las audacias expresivas de la Kiesler sedujeron al magnate austriaco Friedrich Mandl, uno de los hombres más ricos del mundo, que consiguió casarse con ella a base de regalarle quilos de joyas y oro macizo. Poco después, no pudiendo soportar que otros hombres vieran a su mujer desnuda, intentó hacerse con todas las copias de Éxtasis que, a la sazón, ya había sido vista por Mussolini en privado, condenada por el papa Pio XI (el cual también la vio varias veces), alteró el clima del festival de Venecia y se estrenó con éxito en Viena, Berlín y Estados Unidos. A partir de entonces, Hedwig Kiesler quedó ligada de por vida al papel de mujer tórrida y libérrima.
Según explica Hedy Lamarr en su biografía[1], su marido, que fabricaba armas y municiones para Hitler y Mussolini, fue un celoso patológico que la mantuvo prisionera durante un par de años en su mansión. Tras una rocambolesca huida, nuestra Hedwig Kiesler pudo llegar a Londres y posteriormente a Estados Unidos, de la mano del productor de cine Louis B. Mayer, de la Metro Golwdwing Mayer. Este fue quien la bautizó como Hedy Lamarr, en recuerdo de una antigua amante (Barbara Lamarr) que falleció en trágicas circunstancias, y fue también quien la catapultó al éxito y la convirtió en una pin-up, a pesar de su escaso pecho. En Hollywood, el busto de una actriz solía abrir todas las puertas. No obstante, Hedy Lamarr logró alcanzar el éxito sin que mediara el tamaño del suyo, gracias a su efervescencia sexual.
Su carrera americana la emprendió con Argel (1938), junto a Charles Boyer, una película ambientada en la casbah de la capital del Magreb. «¡Llévame a la casbah!» fue frase que se hizo famosa, aunque no apareciera en el guión de la película. Pero, ¿quién no hubiera querido llevar a la señorita Lamarr, ojos entornados, labios entreabiertos, ataviada con sedas y trasparencias, a la casbah o adonde fuera? Tras Argel vinieron dieciocho películas en menos de diez años, hasta alcanzar con Sansón y Dalila (1949) la cumbre de su éxito internacional. Sansón y Dalila fue una superproducción de Cecil B. de Mille que narraba en colores la apasionada relación entre un Sansón a pecho descubierto (Victor Mature) y una Dalila, ataviada con ropa sexi (Hedy Lamarr). La anécdota que viene al caso es la siguiente: cuando un periodista le preguntó a Groucho Marx por Sansón y Dalila, el humorista respondió que nunca iría a ver una película en la que el busto del protagonista fuese más grande que el de su estrella femenina. No obstante, la presencia de esa Dalila-poco-pecho en la película resulta doblemente obscena si atendemos a sus gestos y miradas y a la retorcida relación amorosa que mantiene con el gigante, una relación tan inflamada como sádica.
Hedy Lamarr renunció a protagonizar Casablanca (Michael Curtiz, 1942) y Luz que agoniza (George Cukor, 1944), que darían la fama a Ingrid Bergman. A cambio se dejó dirigir por Jacques Tourneur en Noche en el alma (1944), un remedo del film de Cukor, y por Jean Negulesco, que la dirigió en Los conspiradores (1944), película que recoge el espíritu de Casablanca, con nazis y terroristas, y donde Hedy Lamarr hace de espía al servicio de la resistencia. Los conspiradores nunca se estrenó en España por las afinidades del régimen franquista con la Alemania nazi. Ambos films son muy estimables. Sin embargo, la que pasa por ser la mejor película de Hady Lamarr es La extraña mujer (1946), de Edgar G. Ulmer, donde la actriz pudo ejercer, por fin, de mala malísima, manipulando a los hombres a su antojo. A veces, látigo en mano.
Durante los años cuarenta, Hedy Lamarr fue considerada la estrella más bella de Hollywood y se convirtió en referente para muchas mujeres de la época, que se operaban la nariz para parecerse a ella. Hedy Lamarr acumuló seis matrimonios sucesivos, tuvo tres hijos y protagonizó innumerables aventuras sexuales en las que dejó el marchamo de su ardiente personalidad. Pero hay más: tras el escaparate de su belleza y la agitación de su vida privada, la actriz ocultaba un cerebro privilegiado.
Además de bella, Hedy Lamarr fue una mujer cultísima, políglota, melómana, especialista en arte, que estudió ingeniería de telecomunicaciones y patentó, junto con el músico George Antheil, la técnica de encriptación de mensajes conocida como «salto de frecuencia», origen de la comunicación inalámbrica de larga distancia, que tuvo su aplicación en la tecnología militar. Curiosamente, el libro autobiográfico que hemos mencionado no dedica ni una sola línea a sus inventos, que son la base del WI-FI, del bluetooh o de cualquier otra forma de comunicación sin hilos. El libro Ectasy and Me, que fue escrito por dos negros a partir de más de cincuenta horas de conversaciones con Hedy Lamarr, se centra en la tormentosa vida sexual de la actriz, pero nada dice de su ideología política, su aversión hacia los nazis o su capacidad científica.
Según se ha sabido a posteriori, el ejército norteamericano utilizó la patente de Hedy Lamarr y George Antheil en la crisis de los misiles de Cuba (1962). Hasta entonces le habían recomendado que se olvidara de la ingeniería y colaborara con el ejército vendiendo besos a los soldados en la «Hollywood Canteen», donde, según se dice, Hedy Lamarr ostentó el récord de recaudación en una noche. De tales logros sí habla el libro de Cy Rice y Leo Guild, los ghostwritters que redactaron Ectasy and Me a mediados de los sesenta. El libro, que nació para llenar los bolsillos de Lamarr y de la Metro-Goldwin-Mayer, fue demandado por la actriz, que lo encontró sucio, nauseabundo y repugnante. «La mayor parte de lo que cuenta es ficción», denunció la actriz. Pero el mal ya estaba hecho: hacía décadas que la imagen ardiente de Lamarr era una consecuencia de su temprano papel en Éxtasis.
En el epitafio de su tumba, en Viena, se le hace justicia. Allí se reconoce su doble condición de actriz y mujer de genio. Tras su nombre y fechas de nacimiento y muerte (Hedy Lamarr, 1914-2000) se especifica que la difunta fue una lumbrera física e intelectual: actriz e inventora. Y se añade: «Las películas suceden en un lugar determinado en un periodo de tiempo concreto. La tecnología es para siempre». Loada sea, pues, por ambas cosas.
[1] Hedy Lamarr: Éxtasis y yo, Notorious Ediciones (Madrid, 2017).