Descubrí a Saki siendo un adolescente timorato que leía narraciones terroríficas en la soledad de su habitación. Como Saki, también yo había crecido rodeado de mujeres: mi madre, mi abuela y mis dos tías. No eran mala gente y me supieron malcriar con esmero. Quizá por eso, cuando abandoné el nido familiar y entré en el instituto, me horrorizó aquel mundo plagado de profesores atrabiliarios y alumnos abusones, un mundo del que no se podía escapar. Por la noche, sentado en la cama y a la luz de un flexo, leía cuentos de terror y me sentía libre. Al fin y al cabo, si la toxicidad de una historia me resultaba intolerable, siempre podía apagar la luz y ocultarme en el sueño.
Leí a Saki en los sucesivos volúmenes de unas antologías de terror que publicaba Acervo, perdido entre una maraña de autores que me resultaban desconocidos pero que, posteriormente, alimentaron mi afición por el género: Sheridan Le Fanu, Nataniel Hawtorne, Guy de Maupassant, Margaret Oliphant, M. R. James, entre otros. Hay que decir que en aquel caos de historias, los cuentos de Saki brillaban con luz propia. En ellos se imponía el sarcasmo sobre la truculencia, el cinismo sobre las convenciones sociales, la crueldad sobre la mojigatería a la que el régimen franquista y la Iglesia nos tenía acostumbrados.
En El aprendiz de brujo, por ejemplo, un joven peripuesto y algo gamberro ponía en ridículo a un tipo que se las daba de especialista en magia siberiana. En La penitencia, unos niños aborrecibles se vengaban del asesino de su gato a través de un ritual que combinaba el humor y la brutalidad a partes iguales. A mis ojos, los cuentos de Saki superaban la simple diversión: no solo lograban aterrorizarme sino que, además, me permitían participar en los sabotajes al buen sentido que realizaban sus protagonistas.
Mi preferido era Conradín, el niño malvado de Sredni Vashtar, un cuento que posteriormente se incluyó en la Antología de la literatura fantástica de Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo. Los médicos sabían que Conradín no viviría más allá de los trece años. Era tan enfermizo y timorato como pudiera serlo yo en aquella época, y vivía sometido a la sobreprotección de su tía, una solterona odiosa a la que Conradín deseaba ver muerta. No había juego, actividad o capricho que Conradín deseara satisfacer que su tía no le prohibiera por el bien de su salud. ¡Había que ayudar a Conradín! ¡Se necesitaba que algo o alguien inclinara la balanza a su favor! Y así sucedía en la historia, porque en los cuentos de Saki siempre ganaban los débiles, gracias a las circunstancias, a su instinto e inteligencia.
Por aquellos días (estamos hablando de los años sesenta), los cuentos de Saki había que cazarlos con pinzas en antologías del género fantástico o en ediciones sudamericanas, hasta que Valdemar empezó a publicarlos en España a partir de 1994.
Nuestro autor nació en 1870 en la costa birmana del golfo de Bengala (su padre era inspector general de la policía imperial de Birmania). Huérfano de madre a los dos años, tras una infancia en Inglaterra a cargo de dos tías despóticas que le marcaron de por vida, incapaz de resistir el clima tropical, Hector Hugh Munro decidió a los 26 años instalarse en Inglaterra, lejos de su familia, y ganarse la vida como escritor.
¿Cómo se alcanza a tan temprana edad la vocación literaria y de dónde surgen las tendencias y costumbres que caracterizan a un escritor de por vida? Si el cincuenta por ciento de lo que somos depende de la genética y los dos cuartos restantes responden a las experiencias vividas, no debería extrañarnos que, ya a los 26 años, H. H. Munro fuese conservador, mordaz, antisemita, misógino y homosexual, pulsiones que el lector avispado podrá reconocer veladamente en su obra.
En 1900 publicó La caída del imperio ruso, a imitación de la obra de Gibbon sobre el imperio romano, y una serie de artículos en The Westminster Gazette, donde ironizaba sobre la vida parlamentaria a través de los personajes de Alicia en el país de las maravillas. Entonces ya firmaba como Saki, un seudónimo de origen incierto que parece ser un guiño de carácter homosexual. A partir de 1902 trabajó como corresponsal del periódico conservador The Morning Post en los Balcanes y, sucesivamente, en Varsovia, San Petersburgo y París, mientras publicaba un primer volumen de cuentos (Reginald, 1904), donde parodiaba la sociedad eduardiana y la guerra de los bóeres.
Tras la muerte de su padre en 1908, se volcó con más decisión en su carrera de escritor, y publicó libros como Reginald en Rusia (1910), Crónicas de Clovis (1912) y Animales y más que animales (1914). Son colecciones de cuentos, humorísticos y macabros, que subvierten y hacen trizas las convenciones sociales. Sus personajes bordean la ambigua línea que separa el terror y la sátira. Dan miedo y risa a la vez y despiertan en el lector un gesto torcido de satisfacción. Saki no escribe para todo el mundo. Su humor siniestro es como el café sin azúcar o el whisky de malta: un sabor adulto para connoisseurs.
Entre 1912 y la fecha de su muerte (1916), Saki todavía escribió un par de novelas (El insoportable Bassington y When William Came, una parodia sobra la vida londinense bajo una hipotética ocupación alemana) y nuevas colecciones de cuentos (Los juguetes de la paz y El huevo cuadrado) que no vieron la luz hasta algunos años después. En sus últimos escritos descubrimos un inusitado interés de Saki por la milicia. Y es que en la atribulada mente de Saki bullía el deseo de jugarse la vida en el campo de batalla.
Sin ninguna necesidad –estaba próximo a los 44 años y eximido del servicio militar- Saki se alistó como soldado raso en cuanto estalló la Primera Guerra Mundial. En 1915 fue enviado al frente occidental en Francia como sargento de los fusileros reales. Su presencia en la contienda duró solo un año: en 1916 murió por el disparo de un francotirador durante la ofensiva del Somme, en la que perdieron la vida más de un millón de combatientes. ¿Cabe entender su tardía vocación militar como una determinación más de su bagaje genético o como el resultado -también determinante- de su experiencia vital? ¿Cómo casar su probado gusto por la ironía y su distanciada visión del mundo -tan propia de un dandy como él- con ese afán combativo que le llevó a la muerte? He aquí su punzante visión de las trincheras, reseñada al inicio de El huevo cuadrado, quizá uno de sus mejores cuentos:
En los parques zoológicos, cuando se ha contemplado al alce o al bisonte holgazaneando a placer metido hasta más arriba de las rodillas en un cenagal de mugriento barro, uno se pregunta cómo sería eso de macerarse y embadurnarse durante horas en un baño así de inmundicias. Ahora ya lo sabe. En las angostas trincheras de reserva, cuando el deshielo y una lluvia intensa han aparecido de pronto tras una helada, cuando a tu alrededor todo es negro como el hollín y solo puedes avanzar tropezando y tanteando por chorreantes paredes de barro, cuando tienes que arrastrarte a cuatro patas en varios centímetros de un barro que parece sopa para bajar al refugio, cuando estás hundido en el barro, te apoyas contra el barro, agarras objetos embarrados con dedos cubiertos de barro, parpadeas para quitarte el barro de los ojos, y te lo sacas de las orejas, muerdes galletas embarradas con dientes embarrados, entonces estás por fin en posición de comprender plenamente qué es un revolcadero; por otra parte, la idea que tiene el bisonte del placer se vuelve cada vez más incomprensible.
Hoy traigo a colación a H. H. Munro porque ha llegado a mis manos la edición de sus Cuentos Completos1, rigurosamente ordenados y traducidos con criterio unitario por Juan Gabriel López Guix y sus alumnos de la Facultad de Traducción e Interpretación de la Universidad Autónoma de Barcelona.
La edición de Alpha Decay incluye, además, relatos nuevos, localizados en la hemeroteca de la Biblioteca Británica por A. J. Langguth y recogidos en su biografía Saki: A Life of Hector Hug Munro. Uno de ellos, titulado La laguna -léase La charca– narra las experiencias de una mujer de temperamento trágico, amante de lánguidos y deprimidos vagabundeos por el campo, a quien la visión de una laguna de aguas estancadas despierta ideas de suicidio. Mona, que así se llama la protagonista, se regodea en la visión de la charca e imagina cómo sería su final si se lanzara a ella, sin saber nadar, aprisionada por el légamo del fondo. Con el paso del tiempo, Mona recupera las ganas de vivir y es entonces precisamente cuando resbala y va a caer en la charca. Guardaremos el final para el lector aficionado, que no debería perder esta oportunidad para sumergirse, sin ahogos, en la obra completa de Saki.
La protagonista de La laguna es un ejemplo más de cómo nuestro carácter y los acontecimientos de la vida nos van convirtiendo en lo que somos. O sea: cuentistas y lectores. En nuestra adolescencia huimos de la realidad a través de la lectura. De adultos, continuamos leyendo y, además, escribimos, confiando que alguien nos lea. Cada cual es hijo de sus determinaciones genéticas y de sus vivencias y, al parecer, de eso no hay escapatoria.
[1] Saki: Cuentos completos. Alpha Decay, Barcelona 2005.