Hay alguien en casa

Pesca de arrastre


El ruido siempre comienza a la hora de dormir, justo cuando las persianas de los ojos han decidido echar el cierre, como cada noche. En ese momento exacto en el que tengo un pie todavía despierto y el otro entrando ya en el reino de Morfeo, es cuando la realidad se diluye y se va mezclando caprichosamente, en una combinación absurda, con los disparates propios del sueño.

La casa nunca fue ruidosa. Todo hay que decirlo. Si acaso, cuando estaban los chicos, había el trasiego normal propio de cuando en ella habita gente joven. Pero eso fue hace mucho tiempo. Demasiado. Luego me fui quedando solo.

Desde que Marta se fue lo habitual es el silencio, casi siempre absoluto, rotundo, roto de vez en cuando por alguna llamada telefónica de alguno que quiere venderme cosas o por causa del ajetreo propio que viene de la calle durante el día. Y al llegar la noche reina la quietud, si no fuera por esos ruidos inexplicables que, de cuando en cuando, vienen a visitarme a la hora de dormir…

—¡Crack! —Un crujido que se repite varias veces, tal vez algo que se rompe…

—¡Crick! —Más leve, sugiere un movimiento de algo pequeño, pero no por ello menos inquietante.

—¡Sssssh! —Podría tratarse de un cuerpo sinuoso que se desliza… Se me eriza la piel de pensar que podría deberse al movimiento de alguna culebra.

¿Será tal vez un roedor que se esconde? ¿Serán acaso dos ratoncillos que cuchichean entre ellos por lo bajo?

Es en ese preciso momento, una vez aparcado el descanso para más tarde, cuando viene la rutina de cada noche: me levanto del lecho, enciendo luces, inicio una búsqueda infructuosa bajo la cama, tras la mesilla de noche o tras las cortinas, echo una ojeada al cuarto de baño…  Nada. Regreso a la piltra. Como un ritual, se producen unos minutos de espera hasta apagar de nuevo la luz. A veces vuelven los ruiditos, cada vez más apagados. Otras no. En todo caso, el incidente acaba con el regreso del silencio, mi respiración que se va haciendo más lenta y acompasada y la inmersión definitiva en el sueño.

Así muchas noches. Siempre a la hora de dormir. 

Necesito creer que deben ser los crujidos de los muebles, o de las plaquetas del suelo que se enfrían y contraen. Eso me digo a mí mismo. Pero, en el fondo, sé que no es esa la razón, que la casa ha sido poseída por algo o alguien que me acompañará ya para siempre. Y viene con banda sonora. Como en las películas de misterio o de terror psicológico. Un okupa que se esconde muy bien, imposible de localizar, pero al que no se le olvida nunca darme las buenas noches.