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Casi hasta ahora mismo, el inevitable destino de quien no alcanzase a medir un metro de estatura era el espectáculo. Tal fue la suerte de Kurt Schneider, nacido en 1901 en Alemania; más aún cuando sucesivamente vinieron al mundo tres hermanas más tan diminutas como él. Cuatro enanos de los que parecen niños representaban un tesoro, así que sus padres les enseñaron a bailar para ganarse la vida explotándolos. Harto de una tutela menos paterna que interesada, Kurt decidió que el grupo se largase a Estados Unidos, a trabajar sin tener que repartir las ganancias con nadie.
De los años veinte a los cuarenta no hubo parque de atracciones en Estados Unidos que no tuviese su Tiny Town, pequeña urbanización que reproducía en miniatura una ciudad donde los enanos hacían vida cotidiana mientras recibían a los visitantes entre risas y cucamonas. A una de estas midget villages fueron a parar los Schneider, cambiado su apellido por el de Earles y presentados como The Doll Family. Gracias a lo sorprendente que resultaba ver a una familia liliputiense, los Earles abandonaban de cuando en cuando la feria para girar por todo el país en espectáculos de variedades.
Daisy, conocida como la Mae West enana, cantaba mientras sus hermanas danzaban y hacían los coros; Kurt, ahora llamado Harry, presentaba el espectáculo vestido de etiqueta dirigiéndose altivo al público, cigarrito en mano y con una fiereza hostil en absoluto impostada. Fue al terminar una de estas funciones cuando se acercó a saludarlo el director de cine Tod Browning, uno de los más apreciados por Hollywood. Enseguida hicieron buenas migas —no en vano el cineasta procedía del mundo del circo—, y las visitas se hicieron asiduas. Fue el enano quien llamó la atención de Browning sobre un escritor morboso hasta decir basta, Clarence “Tod” Robbins.
En sus relatos Kurt vislumbró una salida profesional, al haber varios protagonizados por gente pequeña. Muy cercanos a la sensibilidad enfermiza de Browning, ambos eligieron llevar a la pantalla el titulado The unnholy three, estrenado con gran éxito en 1925. La trama es grotesca: compinchado con el forzudo del circo, un ventrílocuo (Lon Chaney) decide travestirse de anciana; abre una pajarería en la que vende animales de compañía para introducirse, como dulce abuelita, en casa de sus clientes junto al que llama su nieto y que es Harry vestido de bebé en un carricoche de paseo. Cuando no lo ven, el pequeño se dedica a desvalijar las cajas fuertes y asesinar a algún que otro dueño de loros y cacatúas.
Contado así mucho sentido no tiene, pero como siempre Browning construye con materiales absurdos una obra maestra de perversidad al borde del delirio. Imágenes que se clavan en la retina: la feria, con la mujer gorda, el tragasables y un furioso Harry dando patadas a su público, Earles con un camisón infantil fumando un puro entre inocentes juguetes, el Trío huyendo de la policía en un coche con Chaney llevando bajo el brazo al enano mientras el coloso mete un simio en el maletero… Cine enfermo, del que hace sudar, turba e hipnotiza.
Deseando repetir el éxito, ambos se lanzaron sobre otro relato de Robbins, Espuelas, que en el cine se convertiría en Freaks, estrenada en 1932. Tocaría aquí ponerse a decir y no parar de esta joya: que si la fascinación de Browning por la mutilación y la otredad, que si sus planteamientos radicales, que si también sale Daisy, la hermana de Earles, que si provocó tanto a la sociedad de su época, que si tal y que si cual: si alguno no la ha visto, deje de leer y corra a hacerse con ella.
Freaks, un fracaso comercial que aún se recuerda, escandalizó tanto a su productor, Louis B. Mayer, que condenó al ostracismo a Tod Browning, retiró el filme y cedió los derechos a un sinvergüenza para que la exhibiese troceada por las ferias de pueblo… pero eso es otra historia que algún día les contaré. La carrera cinematográfica de Earles parecía llegada a su fin cuando El Mago de Oz se cruzó en su camino. Estrenada en 1939 no hubo pequeño actor que no apareciese en ella, vestido como munchkin para dar la bienvenida a Judy Garland. Junto a otros dos risueños liliputienses Harry, con las manos en los bolsillos y una mueca capaz de espantar a cualquiera, insta a Dorothy a seguir el camino de las baldosas amarillas. La experiencia le resultó tan humillante que se juró no volver a pisar nunca un plató. Impedida de trabajar con el único cineasta que los había respetado, la Doll Family se fue con el circo Barnum, donde aquel a quien la crítica apodase “el enano más bello del mundo” pasó las siguientes tres décadas bailando y montando a caballo, hasta que la muerte se lo llevó, plácidamente, recién cumplidos los ochenta y tres años.
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