Cuando yo era una niña, en la casa de mi abuela, había dos gatos que entraban y salían a su antojo. Solo hacían lo que a ellos les venía en gana y a mí me obsesionaba esa actitud suya de no necesitarme nunca.
A veces se dejaban acariciar, otras muchas no. A veces se quedaban quietos en mi regazo durante un largo rato, con los ojos cerrados, mimosos. Luego, de repente, de un brinco huían, sin más. Siempre me sabía a poco, siempre quería más, una razón, un hasta luego, un pienso en ti, algo que no me daban. Ellos no toleraban mi insistencia, me gruñían, me sacaban las uñas, me dejaban desolada. En cuanto aparecían por el jardín, yo no los perdía de vista, seguía su silueta, sus movimientos, el vaivén de sus cabezas.
Se acercaban a mí sin permitirme una caricia y siempre, siempre me desmoronaba ante su indiferencia, su tomar sin dar nada a cambio, su rotundo ahora no. Su falta de nostalgia. Porque yo los deseaba, los quería para mí, que me reconociesen, que me eligiesen, que buscasen mis brazos nada más. Y no lo hacían, y mi corazón corría tras ellos sin perder la esperanza, preguntándose si tendrían alma.
Sufría mucho cada vez que me daban la espalda para desaparecer luego de un salto tras la tapia.
Ahora sé que tú eres gato y que yo no me di cuenta.