Gabrielle Wittkop, escritora sadiana

Casa de citas


«Los hay que escriben para buscar los aplausos humanos mediante nobles cualidades del corazón

que la imaginación inventa o que pueden tener.

¡Yo, en cambio, me sirvo de mi genio para pintar las delicias de la crueldad!»

Isidore Ducasse, Conde de Lautréamont: Los cantos de Maldoror (1869) 



El personaje con el que nos citamos hoy es, ciertamente, un caso singular. Artista de la escritura y de su propia idiosincrasia, con una vida personal tan extraña e infrecuente, Gabrielle Wittkop estaba predestinada a aparecer en esta Casa de citas, donde tanto valoramos a los muertos poco convencionales. La señora Wittkop —escritora, periodista, publicista— se suicidó en 2002, a los 82 años de edad, al saberse víctima de un cáncer de pulmón. Con anterioridad había publicado algunas novelas, la primera de las cuales (El necrófilo[1]) excitó mi curiosidad por su título y contenido, ya que me complace la literatura que estremece. Luego, pude degustar otras de sus producciones: Serenísimo asesinato[2] y Cada día es un árbol que cae[3],publicadas por Anagrama y Cabaret Voltaire respectivamente.

Pocas mujeres escritoras han logrado como Gabrielle Wittkop crear un estilo literario tan elegante, sulfuroso y macabro y, a la vez, hacer de su vida una obra de arte, emanciparse de toda moral, evitar la monotonía, viajar por todo el mundo buscando aventuras y, en definitiva, vivir “peligrosamente”. Nuestra cita de hoy nació en Nantes (1920), como Gabrielle Ménardeau, y cambió su apellido al casarse en el París ocupado con Justus Wittkop, un desertor alemán, homosexual, veinte años mayor que ella. Su unión, según declaró la propia Gabrielle, fue un contrato de amistad intelectual entre un homosexual y una lesbiana, buscando el favor y el apoyo mutuos, pero sin amarse en el sentido usual del término. Parece ser que la propia Gabrielle no creía en el amor, como tampoco en la familia, los sentimientos religiosos ni en el nacionalismo. «El amor necrofílico —escribe en su primera novela— es el único amor puro, pues incluso el amor intellectualis, esa gran rosa blanca, espera algo a cambio. No hay contrapartida para el necrófilo enamorado, el don que hace de sí mismo no provoca ningún impulso».

Acabada la Segunda Guerra Mundial, Gabrielle Wittkop y su marido se instalaron en Alemania y durante muchos años ella continuó escribiendo en francés y colaborando con distintos medios alemanes. Con 51 años publicó su primera novela (El necrófilo), un producto inclasificable, a caballo entre el terror y el erotismo más escabroso. Su protagonista, un anticuario que viste de negro —como los vampiros— mantiene relaciones sexuales con cadáveres y describe sus abusos (¿?) con pluma suntuosa y refinada. A diferencia del vampiro —que está muerto y se alimenta de los vivos— el necrófilo es un sujeto vivo que ama y venera a los muertos. Su oficio de anticuario constituye el estado necrofílico ideal, rodeado de cachivaches inanes, muebles antiguos y joyas ajadas. Su novela consigue generar malestar en el lector; pero que nadie se sulfure, es literatura, al fin y al cabo. La realidad, a veces, resulta más patética. En 1976, el marido de Gabrielle Wittkop se suicidó. Estaba enfermo de Parkinson y, desesperado por su degradación, puso fin a su vida. Fue ella, sin embargo, la que le facilitó la cicuta.

Tras La mort de C (1975) —su libro más hermoso, en opinión de Gabrielle Wittkop—, Les Rajahs blancs (1986) y Almanach perpétuel des Harpies (1995) —todavía sin publicar en España—, alcanzamos Serenísimo asesinato (2001), una historia extraña, lujuriosa y cruel ambientada en la Venecia decadente del XVIII, «en esta metrópoli de mascaradas, soplones y denuncias, donde se enredan misteriosamente las sucesivas viudeces de Alvise Lanzi». Como en sus anteriores novelas, la narrativa de la Wittkop se recrea en la descripción refinada de los detalles más feístas de una ciudad corrompida:

«Por última vez, la Serenissima celebra su Carnaval como si nada ocurriese. Por última vez hasta transcurrido mucho tiempo, sus polvos y sus yesos, su confeti cubierto de miasmas, sus oropeles, sus afeites, sus alopecias, sus terciopelos raídos, sus lepras, sus máscaras macilentas, sus antifaces de encaje, sus chancros bajo la media roja, sus derrames taponados con guata malva, aquí y allá el breve relámpago del puñal antes del gorgoteo color geranio».

Finalmente, en su último y póstumo libro (Cada día es un árbol que cae) nos adentramos en la personalidad sadiana de la Wittkop a través del diario de una mujer cosmopolita, alejada de las cosas que aburren, de todo lo que le parece “estrecho de mente”, donde, a cada página, recrea sus obsesiones (la muerte, el sexo, la enfermedad, la podredumbre…), su afán viajero (desde la India a la Alemania Federal, a París, Niza, Venecia, Sumatra, Madrid…) y los recuerdos de una infancia sombría, rica en sorpresas. La autora «lo observa todo y se maravilla con lo inesperado esperado». Su protagonista, una tal Hippolyte, es el alter ego de la escritora, cuyos ojos y oídos le procuran los más vastos campos del placer. El resto, no importa. Las anécdotas más truculentas y los recuerdos más abyectos se suceden en este libro elegante y malsano hasta dar con un final donde la protagonista hace balance de su vida antes de abandonar el mundo y sus maldiciones:

«No pienso que lo que me he perdido en la vida fuera de una importancia extrema ni que hubiera contribuido mucho a mi felicidad. No me consumo en la nostalgia de lo que me fue negado, pues solo fue el precio de cosas raras. He elegido —medio voluntariamente— la mejor parte, la que no me puede ser sustraída. Y si mi fuego no puede ser calor, que sea claridad efervescente, que sea luz incandescente, luz, luz a fin de cuentas, que sea luz antes de que muera».  

Como la propia Hippolyte, Gabrielle Wittkop amó la soledad y los objetos marchitos, los árboles que caen y se pudren, los gabinetes de monstruosidades, los ríos de sangre y los pájaros muertos. Buscó la soledad y supo encontrarla. «Nadie me habrá querido tanto como yo misma, por eso no puedo ser desdichada».

Cada día es un árbol que cae (2002) apareció en los cajones del escritorio de Gabrielle Wittkop tras la muerte de la escritora, que se quitó la vida a los 82 años. Su secretaria confesó que sabía de su existencia, pero nunca lo había podido leer. Hoy sigue siendo una literatura extremada, donde la erótica y la retórica —como en Sade— se contaminan recíprocamente. Una literatura que nos conmueve y, a la vez, repele, en la medida que hurga en los rincones más oscuros de la imaginación humana, como en su día hicieron el Divino Marqués, Baudelaire, Isidore Ducasse o Villiers de L’Isle Adam.

Por su parte, la vida y la muerte de Gabrielle Wittkop, discurrió por la vía de la autoafirmación y la misoginia: «he querido morir como he vivido, como un hombre libre», dejó escrito el día que se despidió de este mundo —pro manu sua— para siempre.


[1] Gabrielle Wittkop: El necrófilo. Ed. Cabaret Voltaire, Madrid, 2022 (orig. 1971)

[2] Gabrielle Wittkop: Serenísimo asesinato. Ed. Anagrama, Barcelona, 2002.

[3] Gabrielle Wittkop: Cada día es un árbol que cae. Ed. Cabaret Voltaire, Madrid 2021 (orig. 2006).