Hoy, que por cierto es martes, Fulgencio ha decidido que recorrerá una línea completa del suburbano. La línea 2. De hecho, no será la primera vez que lo hace. Le apetece ir de cabo a rabo y, al final del trayecto, bajarse para volver a salir a la superficie. Ha elegido esta línea porque el final está en Badalona, ciudad del área metropolitana; no es Barcelona.
Uno de los tertulianos del bar le ha dicho que si se baja al final y coge la calle que verá a la salida llegará al mar. Le apetece ver un mar distinto al del puerto de Barcelona que vio la primera vez que salió del metro antes de volver a su barrio; él acostumbra a no salir del gruyere que forman las líneas del suburbano hasta que no toma el camino de regreso; va y viene por los pasillos, las escaleras mecánicas, los ascensores, hace los transbordos que le convienen, pero lo que es salir, salir, sale únicamente cuando ha llegado de retorno a su estación, a su barrio.
Así que ha salido de casa pertrechado con una bolsa en la que ha colocado su merienda para, cuando llegue al mar, comer frente a las olas, pisar la arena y zamparse lo que lleva en la fiambrera.
Sale del metro y baja por la calle que le han indicado que lleva al mar. Le sorprende encontrar una estación de tren. La estación le parece como algunas que había visto cuando vino del sur. Aparenta ser algo antigua en algunos aspectos. Poniéndose frente a la entrada ve las vías del tren; dos, ida y vuelta por la costa supone. Fuera de la estación a su izquierda hay una escalerilla que le permitirá cruzar las vías. No se equivoca, cruza las vías y un pasillo le lleva casi frente al mar.
Fulgencio pasa parte del día frente al mar. Como es martes y el tiempo ha cambiado no hay mucha gente en la playa, pasea por una especie de avenida flanqueada por tamarindos y descubre que la playa es muy amplia. Hay gente paseando al perro, gente mayor, mujeres de cierta edad en grupo, algunos y algunas que se dan un buen remojón a pesar de la brisa que es bastante fresca…
A mediodía se zampa lo que trajo, descansa un rato, y se dice: ¿Por qué no tomo un poco el sol, ya que he venido? Se tumba en la arena recostado en unas rocas que hay al lado de una especie de puente que se mete unos metros mar adentro.
A media tarde la modorra se ha desvanecido y decide volver. Deshace el camino y se mete en el metro en Pompeu Fabra, dirección Paralelo, y para casa.
No hace ni unos minutos que lleva sentado y otra vez un robo. Córcholis, otra vez, piensa.
A pocas paradas de pronto una mujer joven con poca ropa grita: Pero ¿qué haces cabrón? ¡Le estás robando la cartera a un hombre mayor!
Tiene la tentación de volver a tirar de la manecilla de alarma. Pero se retrae; ya tuvo bastante con la otra vez.
Observa bien todo lo que ha ocurrido. Se lo contará a los del bar cuando llegue.
Fulgencio llega al final de trayecto sin otra novedad.
Al atardecer explica a sus amigos con un botellín delante lo ocurrido, como hace siempre; por la cara que pone los contertulios saben que habrá color.
Y aparte de explicarles lo de la playa y eso, les cuenta como si fuera parte de una película lo ocurrido en la parada del metro, que por cierto no era San Roque, que tiene mala fama, sino otra.
Fulgencio empieza:
—Oigo a la chica gritar “¿Qué haces cabrón robándole la cartera a un hombre mayor?”, voy y miro a mi izquierda. La puerta casi la tengo delante y ellos están pegados a la puerta. Hay un remolino de hombres jóvenes con pinta más o menos normal que se ríen y burlan de ella. Los empuja y la chica sigue gritando: “Trae malnacido, trae”, casi cogiéndole la mano. El pobre hombre se echa mano al bolsillo y siente como la mano del otro le roza la suya, sin la cartera que ha soltado a causa del empujón de la chavala.
»Los individuos amenazan a la chica. Una mujer algo mayor se pone al lado de la muchacha y juntas empujan a los tíos esos que se rebotan. De pronto la gente de ese lado de la puerta se levanta de sus asientos, estamos llegando a la parada siguiente, las puertas no se han abierto, y la gente empieza a gritar junto con la chavala y la mujer: “¡Fuera, fuera, fuera!», al tiempo que les barran el paso y los ponen contra las puertas. La gente levanta los brazos, el volumen de los gritos sube… Parece que se va a armar.
»Entonces las puertas se abren y el grupo en masa empuja a esos malnacidos que se resisten a salir, pero el griterío y la fuerza de la gente los obliga a bajarse profiriendo insultos, amenazas y un ya os pillaremos…
»Y no os lo creeréis: he tenido la tentación de tirar de la manecilla otra vez, pero me he dicho: ¿Fulgencio no tuviste bastante con lo de aquel día? Además, el hombre conserva su cartera.
»Los han echado y la gente rompe en un aplauso continuado. Una mujer que estaba sentada dice: “¡Olé vuestros huevos, reinas!” Ellas sonríen: “Pues claro —dicen—. ¿Qué se han creído esos mierdas? Además, somos madre e hija”.