Ferias y atracciones

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Tengo entre manos el libro del poeta y mitólogo Juan Eduardo Cirlot (1916-1973) que lleva por título Ferias y atracciones[1], en una edición del año 1992. Cirlot escribió esta monografía en 1950, fascinado por la estética de las ferias antiguas, las atracciones en movimiento, los muñecos mecánicos, los dioramas, las grutas mágicas, el bamboleo de los columpios… Un mundo de diversión construido sobre la geometría del ajetreo, la idea del desplazamiento y la irrupción de lo inesperado, cuyo prototipo son las grutas mágicas, en sus dos modalidades, a pie o en vagoneta. He aquí la descripción que hace Cirlot en su libro:

«Se principia por penetrar a través de unas alegorías infernales, bien basadas en el tema del dragón, o en la representación demasiado humana del demonio. Luego, la obscuridad nos acoge. Entonces se van presentando sucesiva y alternadamente elementos de atracción contraria. Unas cosas son gratas y encantadoras, las otras terroríficas. (…) Al avanzar corremos pequeños peligros. El suelo, como en la Casa de la risa, se hunde brusca o suavemente bajo nuestros pies, pisamos blando, sentimos humedad o recibimos corrientes repentinas de aire caliente, nos rozan el rostro cosas inexplicables que a veces nos asustan de verdad; parecen murciélagos o almas en pena. (…) La última estancia suele estar muy iluminada con bombillas de todos los colores… Muchos espejos multiplican las luces, y ruedas que semejan de fuegos artificiales las hacen girar maravillosamente».

Tales elementos remiten, según Cirlot, al trayecto de los humanos desde la cuna al paraíso (o al infierno), con la conocida alternancia de momentos oscuros y luminosos. Y aunque la intensidad eléctrica y el volumen de las ferias ha ido en aumento, así como la sensación de peligro que ofrecen sus atracciones (cada vez más rápidas y agresivas) habrá que aceptar que tanto las de antaño como las actuales comparten idéntica carga simbólica: la rueda, el viaje, el vaivén, el giro inesperado, la sorpresa, el deseo insatisfecho, el misterio indescifrable, el premio al ganador… Es como si los que idearon y construyeron las atracciones a lo largo del tiempo siguieran la pauta de los arquetipos universales de Jung que, a su vez, son reconocidos como algo familiar por quienes después las experimentan.

Disfrutamos con aquello que otros prepararon porque conocían cuáles eran las teclas que debían pulsar para despertar nuestro goce. Y eso es así, seguramente, porque la naturaleza humana es invariable y también son invariables los afanes y los miedos que nos mueven a todos. Y como desconocemos el sentido último de nuestra presencia en el mundo y no somos antropólogos ni iconógrafos como Cirlot, nos va bien informarnos en libros como este acerca de los significados de lo que nos rodea para entender un poco más qué somos, de dónde venimos y adónde vamos.

Moraleja

Considerando lo anterior, trate de guiarse en lo sucesivo por las normas siguientes:

—Reconozca que las fases de la vida, según cualesquiera simbolismo, son tres: inicial (estado paradisíaco, edad de oro), descendente (la caída) y terminal (qué le voy a contar ahora que usted no sepa). Referido a las atracciones de feria: compre una entrada, súbase a la noria o a la montaña rusa, dé unas cuantas vueltas y agradezca salir vivo de la atracción (de momento), aunque sea un poquito mareado.

—Admita que el viaje —como escribió Carl Jung— es la imagen de la aspiración hacia un objeto inencontrable, la representación de un anhelo que no puede saciarse. Quizá, la representación de la madre perdida, quizá el retrato de ese vacío que no podemos colmar porque es un pozo sin fondo. Súbase al columpio (un ir y volver al mismo sitio) o gire sobre sí mismo, sin avance alguno, en el tiovivo. Y cuando descubra que el viaje no lleva a ninguna parte, abandone la búsqueda y deje de comportarse como un trompo.

—Acepte, en fin, que la vida está repleta de sorpresas y terrores varios. Y si quiere entrenarse para ello, acuda a las ferias y penetre en las Grutas mágicas, pero sin pedir peras al olmo. Las sorpresas que allí se ofrecen no son nada comparadas con las que nos depara la vida. El fin de la existencia es el mejor de los sustos posibles. Pero no olvide —como escribió Cirlot en su Diccionario de símbolos[2]— que la muerte, además de aterradora, es, también, la suprema liberación. Aprovéchela.


[1] Juan Eduardo Cirlot: Ferias y atracciones. Madrid, Libertarias/Prodhufi S.A. (1992).

[2] Juan Eduardo Cirlot: Diccionario de símbolos. Madrid, Siruela (1997).