No cobro aranceles ni trato de intimidar con barrera alguna. Me abro al mundo como intuyo que el mundo está abierto a mí. Si persiguiera algún fin, iría de hito en hito, persiguiendo hitos hasta llegar al jefe de los hitos. Tal vez el último. Sin embargo, viajar sin brújula lleva a cualquier persona a cualquier lugar y a cualquier otra persona. No a un lugar cualquiera ni a una persona cualquiera, sino al lugar y a la persona elegidos por el destino. Conque, si empecé asumiendo que vuelo libre como el viento, acabo de admitir que el destino decide por mí, en mi ignorancia —por cierto, ¿quién sigue creyendo que el viento vuela libremente? —. Porque quizá fue el destino quien o lo que me llevó de tumbo en tumbo, aún sin encontrar mi tumba, la jefa de los tumbos, a azarosas situaciones. Pero si son azarosas, no son por designio del destino, sino del azar, ¿no? El caso es que fueron situaciones engorrosas, desagradables incluso. En fin, fatalidades.
Encontrarse en la gasolinera con el pirómano equivocado, el que deflagra la lata de combustible hasta estrellarla contra el surtidor del que surto a mi utilitario. Esa es una fatalidad. O sortear una variopinta muchedumbre del suburbano en hora punta hasta dar con el amor de mi vida, ¡y qué vida me dio, que tuve que dejarlo todo! Otra fatalidad, y de las perdurables, pues tras dejar todo, todo acabó también entre nosotros, y del todo a la nada absoluta; perdí pan y perro, vaya. Con dos fatalidades que queman por dentro y por fuera he sobrevivido como he podido a algún que otro trance más, hasta ir renaciendo cual ave fénix. Pero, a fe mía, me da que sigo siendo un cenizo, y no hay fatalidad como esa, la de ser Midas de desdichas propias y ajenas. Sí, a veces me comporto como Peter Sellers en El guateque: por más que toquetee la botonera, no hago más que disparar la presión del chorro del Manneken Pis o retirar las barras donde el resto de invitados posan los cócteles.
De nada me sirve preguntarme si es algo de fuera o si soy yo quien dirige mis acciones con tamaña torpeza. De nada sirve preguntarse nada. Tengo la mala suerte de pensar que, aunque supiera qué diantres provoca mis fatalidades, no habría solución y no pondría remedio. Y esa es la mayor de las fatalidades.