Cada vez que alguien abría la puerta del local, sonaban unas campanillas.
A eso había que añadirle el muñeco articulado que se inflaba y desinflaba al paso de cada transeúnte, el abeto que con el tiempo dejaba el suelo lleno de pinaza y la cinta musical de villancicos aggiornados que, en bucle, amenizaba la estancia de los eventuales clientes.
Acabado el horario comercial, Felicia desconectó el engendro musical, barrió y fregó toda la tienda, se quitó bata y zapatillas, que guardó en su escondrijo habitual, entró el maldito inflable tras esperar que este hiciera una última operación exclusivamente para ella, apagó luces y salió a la calle, cerrando la puerta de la tienda con dos vueltas de llave.
Por un tiempo, el alumbrado navideño le señaló el camino, pero pronto ese refuerzo luminoso quedó atrás: en su barrio reinaba más oscuridad que de costumbre.
En su casa fue directa a la nevera, de donde sacó una cacerola tapada. La calentó un poco en el hornillo y fue con ella y una cuchara a comerse el contenido ante el televisor, que encendió con el mando.
Con la cacerola ya vacía, Felicia consiguió mantener a raya el sueño hasta el final del capítulo, con lo que pudo ver cómo Diana se preparaba para llevar a sus hijos, el príncipe William y el príncipe Harry, de vacaciones a Saint Tropez, un viaje organizado por Al-Fayed.
Ya es de madrugada cuando se espabila un poco, lleva la cacerola hasta el fregadero, donde la llena de agua y la deja en remojo, yéndose a continuación a la cama, puesto que el día siguiente, aunque es domingo, debe volver al trabajo. No en balde estamos en periodo de fiestas.