(Sigue el escrito sobre Powell y Pressburger, cuya primera parte se publicó la semana pasada)
Con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, Powell y Pressburger se aprestaron a realizar películas de propaganda, aunque resulten muy diferentes de lo que solemos considerar como tales. Es verdad que sus películas tienen como intención impulsar la opinión de la sociedad norteamericana para su entrada en la guerra (49th Paralel, 1941), que querían “explicar a los americanos y a nuestros compatriotas los valores espirituales y las tradiciones por las que combatíamos” (A Canterbury Tale, 1944), que hablaban de la voluntad con la que se había de afrontar la contienda (I Know were I’m going, 1945) o que buscaban mejorar las relaciones entre norteamericanos y británicos, limando las asperezas que habían surgido entre ambos al luchar codo con codo en el mismo bando (A matter of life and death, 1946), pero eso sería el motivo de fondo de unas películas trepidantes de aventuras y planteamientos psicológicos, que atan al espectador a su butaca y le hacen salir del cine con una sonrisa emocionada.
Cada una supuso una compleja producción, en la que vertieron toda su imaginación, entusiasmo y tiempo. Una de ellas, Uno de nuestros aviones no ha regresado (One of our aircraft is missing, 1942), constituyó la primera producción de The Archers, la sociedad conjunta de Powell y Pressburger. A partir de entonces, sus películas, básicamente bajo el paraguas de las productoras de Alexander Korda o la de Arthur Rank, se iniciarán con la famosa diana, en blanco y negro o color, en la que impactan unas flechas, y están firmadas por los dos no sólo como productores, sino también como guionistas y realizadores.
Mención especial, posiblemente, merecerían dos de este grupo de películas, que se escapan de su tono medio. Una es la más larga, Colonel Blimp (1943), que sigue la amistad entre un soldado inglés y uno alemán a lo largo del tiempo. ¿Qué es eso de humanizar al enemigo, confraternizando con él? Churchill se posicionó en contra de su difusión con todas sus fuerzas. Está rodada, por cierto, en ese especial color que The Archers conferían, con la ayuda de los más prestigiosos directores de fotografía, a sus películas. El color, de tonos suaves como en esta, de tonos vivísimos en otras posteriores, debiera ser ponderado obligadamente en la obra de estos dos magos del cine, y si no lo hago es porque el editor de esta revista para la que escribo, harto de tanta palabrería, me pondría directamente de patitas en la calle.
La otra, A Canterbury Tale (1944), tuvo un significado especial para Michael Powell, pues la rodó en su Kent natal. Se inicia con uno de los racords más impresionantes de la historia del cine: vemos a unos peregrinos del s. XIV, correspondientes a los de la obra de Chaucer. Uno de ellos deja ir un halcón al cielo que, evolucionando, se convierte en un Spitfire, y ya seguimos con peripecias de la II Guerra Mundial. Se considera fuente, por cierto, del famoso racord del hueso a la nave espacial que Kubrick hizo para su 2001, una odisea del espacio (1968).
Michael Powell también figura como director de El ladrón de Bagdag (1940), si bien cuando él llegó a hacerse cargo del film, otros ya habían rodado el 90% de la película. Aun así, El ladrón de Bagdad es muy importante en su biografía, tanto porque su éxito le acabaría de aupar a lo más alto del cine británico como porque es un primer boleto de un grupo de películas con decorados muy teatrales, que, aunque a mí personalmente se me resistan, se encuentran entre las que más popularidad y recaudación alcanzaron en su momento, junto a Las zapatillas rojas (1948) y Los cuentos de Hoffman (1951).
Un cambio radical en la filmografía de Powell y Presburger, dejando atrás los argumentos de guerra, aunque volverán a ellos más tarde, se produce con Narciso negro (1947), ambientada en un convento de monjas situado en unos exóticos parajes en las faldas del Himalaya… construidos con sugerentes decorados en estudios de Inglaterra. Quien la haya visto no olvidará el profundo abismo que aparece junto al pozo al que van a buscar agua las monjas, así como las también profundas pasiones sexuales que estallarán entre algunas de ellas. Débora Kerr, por cierto, guapísima, interpreta a una de las monjas. Era en la vida real la pareja sentimental de Powell.
Mucho menos conocida es la película siguiente, The Small Back Room (1949). Contrariamente a lo que preconiza otro de sus títulos (Hour of glory), la cinta no tiene nada de propagandístico. Al contrario, repleta de humor británico, relata las rencillas entre armas y departamentos, las patadas bajo la mesa entre unos y otros mandatarios por figurar. Y también, con una puesta en escena notable, la continua tensión del protagonista consigo mismo, acomplejado por tener una prótesis en vez de una de sus piernas, en tensión amorosa constante con esa mujer que es su agarre con la vida y también con varios objetos de gran significado, como los relojes y una botella de whisky, que hasta llegan a dar pie a una escena parecida a la del Recuerda de Hitchcock. Si me he alargado con esta poco conocida película es porque comprende mucho de lo que provoca mi estima por Powell y Pressburger.
Su siguiente producción es Corazón salvaje (1950), película en principio fracasada por la injerencia de quien invirtió dinero en ella, el todopoderoso David O. Selznick, para satisfacer a su amante, Jennifer Jones. Pese a que la tensión con Selznick forzó a Powell a transigir y hacer lo que nunca habría hecho bajo su iniciativa, queda intacta en muchas de sus escenas esa extrañeza marca de la casa, que te hace pensar que estás viendo algo insólito.
Otro tanto puede decirse de La batalla del Río de la Plata (1956), que narra un hecho aislado, muy sorprendente, de la II Guerra Mundial, para cuyo rodaje Powell se agenció la colaboración de toda la flota del Mediterráneo.
En Emboscada nocturna (I’ll met by midnight, 1957), y pese a que Powell considera que con ella empieza la decadencia de The Archers, recupera, en mi opinión, el tono de sus mejores películas. Para su preparación fue a recorrer los territorios más agrestes de Creta, donde se desarrollaba la trama con un militar británico —realmente existió y él lo conoció— que ayudó a la resistencia de la isla en una acción contra sus invasores alemanes.
Tras Emboscada nocturna, la “pareja artística” Powell-Pressburger se separa, aunque de hecho su amistad seguirá y nunca dejarán de verse y estar comunicados. Dejarán, eso sí, de tener la vida casi matrimonial —según sus propias palabras— que llevaron durante muchos años.
Pressburger hará una película en solitario, mientras que Powell se pone a viajar, se mueve para levantar unas cuantas películas que ya nunca haría y, finalmente, dirige la singular El fotógrafo del pánico (Peeping Tom, 1960). Ambas películas son un fracaso estrepitoso y los nombres de Powell y Pressburger fueron sumergiéndose en una densa neblina hasta casi desaparecer.
Y, sin embargo, por lo menos esta Peeping Tom tenía elementos más que suficientes para convertirse en una obra de culto, como hizo cuando se reestrenó, relanzada de nuevo tras su éxito en el Festival de Nueva York, en 1979. Historia de un voyeur criminal obsesionado de forma exagerada por el poder vampírico del cine, contaba con el hijo de Powell para interpretar al demente en unos flashbacks de su infancia, mientras el mismo Michael Powell interpretaba el papel de su padre, causa importante de su deterioro mental. El caso es que la casi totalidad de la crítica del momento de su estreno la tildó de repugnante, y fueron muchos los que solicitaron que se prohibiera la película —que dejó de distribuirse— y que le dificultaran seguir dirigiendo.
Powell, sin embargo, siguió haciendo cine, si bien de muy menor categoría. En una España de toreros y bailaores, con el bailaor Antonio en una historia que mezclaba la etnografía con escenas musicales de sino de muerte que recuerdan las más demoníacas de sus musicales previos, rodó Luna de miel (1959), una especie de versión hispana de Las zapatillas rojas que se deja ver por su curioso exotismo y sus destellos de buen cine.
En 1961, rueda The Queen’s guards, una nulidad de película según el propio Powell. Fue su última película inglesa, mientras Milagro en Soho (1957) fue la última producción de Pressburger: otra película fracasada.
Seguirá la mala racha de Powell que, en sus intentos por seguir rodando, llega a ir a dirigir películas hasta en Australia, pero nunca se reproducirán los éxitos del pasado.
La última etapa de su vida comprende una larga estancia en Estados Unidos, alojado y con un despacho en Zoetrope, cedido por su buen amigo Francis Ford Coppola gracias a Martin Scorsese, en un momento en que él no tenía ni un céntimo, ni para ir en coche hasta los estudios. Allí ejercerá de asesor, tras la recuperación plena de su figura, pues todas sus grandes películas fueron restauradas por ellos y presentadas en gira gloriosa por Estados Unidos.
Murió en Gloucertershire, en su Inglaterra natal, en febrero de 1990. En su tumba, siguiendo su voluntad, se muestra en una placa un trozo del If de Kipling.
Por su parte, el epitafio de Pressburger —que había muerto un par de años antes— luce bajo una estrella de David en su tumba de la Iglesia de Nuestra Señora de la Gracia de Aspall, en el condado de Suffolk, donde pasó sus últimos tiempos, el final de un poema de Walter Scott, Love, que ambos cineastas colocaron como colofón de su película A matter of life and death.
Sólo me resta escribir un último lamento: Ya no hay arqueros que, lejos de las medianías del cine estándar actual, te sorprendan en tu butaca dando una y otra vez en la diana.