Escribo porque leí a Dostoievski antes de saber que Dostoievski existía. Porque las dudas de Raskólnikov se parecen demasiado a mis dudas. Porque el ateísmo de Vania Karamazov evoca mi ateísmo. Porque la inmadurez de Mishkin reproduce, ¡quién lo diría!, mi propia inmadurez.
Escribo, porque ya no me gusta Dostoievski. Y es tarde, y la vida, breve.
Escribo porque alguien que no conozco está derribando una educación que sí conocía. Escribo porque detesto al tipo que soy, ¡ay!, cuando no escribo. Porque me siento vulnerable fuera del líquido amniótico de la literatura. Porque personas que aprecio están tristes y no puedo, no sé, menguarles la tristeza. Porque daría media vida por preferir a Chimo Bayo que a Johann Sebastian Bach, por gozar con Kiko Rivera y no con los conciertos renacentistas de Jordi Savall… Escribo, porque memoricé poemas de Roberto Juarroz, Charles Baudelaire y Luis Cernuda. Porque una tarde conocí a Poe y me inoculó el miedo.
Escribo, porque pisé el Aleph de Borges, el río Congo de Conrad, el saxo de Clarence Clemons. Porque echo de menos al niño que fui cuando era el que mañana seré. Porque una vez, en un hospital, siendo un macaco infame, prometí hacerme mayor y escribir y enseñar y conocer a Mónica. Mónica, la otra orilla de este texto banal escrito contra el tiempo. Escribo porque quiero pintar con colores alegres las paredes mohosas de la soledad y ensanchar la oblicua mirada de mi biblioteca.
Escribo, porque diez metros cuadrados de vértigo puro son muchos metros para abuhardillar.