Es interesante, pero creo que no lo es

Solo, por favor


Mi amigo Sinforoso las pasa canutas cuando es presentado en sociedad. Dicho así, parece que anduviéramos de acá para allá, trillando audiencias en embajadas y demás eventos de postín. No. Me refiero al leve acto de las presentaciones: «Estos son mis amigos: Antonio, Javier, Úrsula… y Sinfo». Aunque acostumbramos a acortar el nombre, también hay quienes se extrañan y acostumbran a preguntar: «¿Sinfo?». Ni que decir tiene lo acostumbrados que estamos también a completar el nombre.

Es un alma cándida y acaba asumiendo la etiqueta que le colgaron hace cincuenta y dos años. No le queda otra. O sí.

Si bien Sinforoso y yo nos conocemos desde la adolescencia, no ha sido sino desde hace escasos años cuando me ha ido surgiendo una idea a raíz de conocer que tiene un nombre compuesto. Una idea que quiero compartir con ustedes, y no es otra que la siguiente: la importancia de una marca comercial; no solo para una empresa, sino para una persona. Porque no me van a negar que hemos llegado a un momento de la Historia en que cualquier cosa puede ser comercializada. No hace falta leer a Polanyi para percatarse de que el trabajo humano está mercantilizado —no obstante, recomiendo que lean a Polanyi—. Y si el esfuerzo está mercantilizado, lo estamos también las personas. Y, por tanto, un buen nombre tiene su cotización. También la tiene un mal nombre.

Reduzcamos estas unidades lingüísticas que llamamos palabras a dos estados inmateriales: significante y significado. Continente y contenido. A propósito de esto, me vienen a la memoria esas sagas de ilustres industriales norteamericanos que van añadiendo un ordinal al nombre y apellido como si de la casa Trastámara se tratara: John Philips II, John Philips III… Si no fuera por el ordinal, podríamos hablar de una repetición de significantes, hasta el punto de llegar a pensar en una suerte de replicantes, a no ser que cada sucesor puntualizara algo así: «Me llamo como mi padre, pero el concepto es diferente». Mas es suficiente con apuntar un número en romano para justificar el legado y al mismo tiempo autoproclamarse digno heredero de la empresa que, curiosamente, sigue abanderada con la misma marca comercial. Ahora sí, el mismo significante.

Así pues, la marca no es algo baladí ni, en consecuencia, nada insignificante. Sería así desde la visión estructuralista de Saussure y, por supuesto, más aún desde la versión interpretante que, según Pierce, todos llevamos dentro. Hipotética y pragmáticamente.

Sin embargo, no cabe duda de que Sinfo no padece el síndrome de Eróstrato. No solo es que le importe un rábano pasar a la posteridad, sino que, además, prefiere pasar por el mundo sin pena ni gloria. No está en su diana ir por ahí quemando templos a Artemisa, vamos. En cierta ocasión, al ser preguntado por ese estado de ataraxia, expuso el siguiente ejemplo: «Bien podría haberme apellidado Jobs, como el célebre emprendedor de la marca de la manzana mordida, pero me habrían confundido con esa conocida bolsa de empleo». Porque Sinforoso es así. Le gusta la vida, cada instante, cada situación, sin más, sin más allás ni posteridades.

Según él, no puede afirmarse que la vida sea un conjunto de sucesos bien ordenados. Para Sinfo, la mayoría de los sucesos están entrelazados. Obviamente, lo están al echar la vista atrás; lo pasado acaba pesando en el presente, como lo presente acabará pesando en el futuro. Lo interesante de su planteamiento es que —siempre según Sinfo— muchos sucesos presentes están estrechamente relacionados. No en el sentido de aquel cuento tradicional llamado Buena suerte, mala suerte, quién sabe, recopilado por el líder espiritual Anthony de Mello, en el que un labriego acepta estoicamente venturas y desventuras, para estupor de sus paisanos. Sinfo se aproximaría más al Sísifo de Camus, en su ideal de hombre entregado al absurdo o, más bien, colmado con la realidad del absurdo. Y, pese a ello, frente a la ausencia del buen orden, todos los sucesos vitales son interesantes, nos asegura nuestro buen amigo. Y, similar a la pseudoparadoja de los números interesantes, aboga por llevar una vida repleta de sucesos interesantes para existir plenamente con una vida anodina.

Pese a todo, sigo empeñado en que nuestro buen amigo debería hacer algo con el nombre. Hace años que nos conocemos, pero, desde que descubrí que su segundo nombre es Nicolás, estoy cada vez más convencido de que debería adjuntarlo. Porque, cuando en la vida todo suena tan bien, podemos llamarlo sinfonía. Y si acortamos Sinforoso a Sinfo, ¿por qué no acompañarlo con la abreviatura de Nicolás, Nico?

Una marca para mi amigo que suena interesante, pero creo que no lo es. Hete aquí una jugosa paradoja, similar a la propuesta por el filósofo G. E. Moore, quien siempre abjuró de su nombre compuesto (George Edward). Y yo, que soy reivindicativo para mis cosas, admito que lo que les he expuesto son cosas que decide cada interpretante.

Él verá.