¿Es el poeta un proxeneta?, se preguntan algunos descarriados y perplejos. En todo caso, el poeta sería el proxeneta del verbo, o un “macarra, un explotador de la palabra”, responde el más perplejo del barrio. Escogerá a una de las musas y la someterá a vejación para que sea más pura o más puta (dependerá de la inclinación espiritual de cada proxeneta o poeta) y se encarne en la palabra. Lo decía Octavio Paz en su poema “Las palabras”: cógelas del rabo (chillen, putas).
Consumada la primera perversión (la prostitución de la palabra), el proxeneta del verbo se quitará el disfraz (las palabras proxeneta, verbo, emiten aún un sonido suave y delicado al ser pronunciadas), y entonces aparecerá su verdadera naturaleza: la del “macarra de las palabras”. Así, a secas: un sujeto peligroso, barriobajero, que someterá a las palabras y explotará su sentido en beneficio propio y rastrero, hasta volverlas locas en su expresión usual y las obligará a decir metáforas, imágenes poéticas, figuras absurdas (la poesía se aproxima al lenguaje de la locura, apuntaba Jean-Paul Sartre en un ensayo sobre Jean Genet). Las palabras, enloquecidas por la manipulación, por el abuso del poeta, serán ofrecidas en carne viva, sin pudor alguno (utilizando lágrimas, corazones sangrantes, fornicaciones, desamor, muerte…), dispuestas a invadir y corromper la intimidad del lector, del cliente, que se verá con el espíritu desnudo, indefenso ante el espectáculo gratuito, conmovedor, de este hermoso cuerpo verbal abierto en canal: el poema.
Sometidas y vejadas la musas, hay que explotar las palabras, poseerlas hasta vaciarlas de sentido (de sentido común, de signo comunicativo) y agotarlas en una relación de incomunicación con los otros. Los lectores de poesía más desprevenidos, introducidos ya en la secta o red de corrupción, serán los clientes idóneos de estas palabras descarriadas, de estas metáforas-mujerzuelas que hacen la calle contorneándose, ajustándose a las formas del poema. Han salido de casa, se han hecho palabra poética pública, para obtener una ganancia sentimental del cliente-lector. Al proxeneta o poeta no le interesan los sentimientos, sino como pretexto.
Sabíamos que todo el mundo vive bajo el dominio de proxenetas económicos, políticos, religiosos, culturales. Pero ignorábamos que el poeta fuera también un proxeneta. Finge para no decir el sentir oculto, un sentir que más bien se asemeja al de un delincuente y, por eso mismo, un sentir embaucador. Enmascara la comunicación, la experiencia real, ocultándose en el sujeto poético, en la falsa identidad que nos habla desde el poema, para seducirnos sin contemplación alguna. «Es el hecho poético, la vida propia del poema», nos dirá el poeta para embaucarnos más.
¿Debemos fiarnos? ¿No usurpa acaso el decir común, y las palabras quedan sometidas a capricho por ese explotador del verbo, que es el poeta? ¿No las manipula y las desvirtúa en metáforas, en imágenes poéticas para fingir el amor que no siente, como diría Fernando Pessoa? Agotada la palabra, vaciada de sentido común, ya no sabe hoy lo que quería decir ayer. Finge la ternura, la delicadeza que no siente, y es obligada a decir lo que no puede decir. La fuerzan, violan sus sentidos, la explotan, la hacen “buscona del sentido” en una acción poética que se pretende sublime, pero que no será sino un anzuelo: tal es la “putería del poema”.
La mirada del idiotizado cliente-lector creerá gozarlo, no advirtiendo que se ha dejado seducir por esas esclavas del placer que son las palabras y se ha entregado al dominio del poeta, que es el proxeneta, un tipo peligroso. Traficante de palabras. Palabras travestidas por el macarra que las maltrata y castiga en nombre de la pureza, hasta someterlas a la página en blanco: la prisión del poema, donde se volverán alucinadas, delirantes, perdido todo sentido y el habla común extraviado.
Pero si los poetas son proxenetas, ¿qué son los novelistas, los editores, los críticos, los antólogos, los agentes, los columnistas…?, se pregunta el más perplejo del lugar, lector de poesía (aún), y que cree en lo que advertía María Zambrano: “Pero esto que no puede decirse, es lo que se tiene que escribir”.