Envenenado por un picor intenso y enervante, el perro, mi perro, se lame y rasca con ritmo obsesivo. Examino la zona de marras: una pequeña parcela de piel rosada, más propia de un cerdillo rural que, justo en la unión de la pata delantera izquierda, parte posterior, está habitada por un lunar largo, ligeramente velado por una mata de pelos pluma blancos y, ahora mismo, lamidos y relamidos. Le pica. Mucho. Corro a la cocina, donde consigo un cubito de hielo de esos atrapados en plástico de colores. Aplicado sobre el lunar, el cubito se estremece, al igual que el podenco, pues esa es la raza de mi can. El líquido helado, atrapado en el cubito, se deshace sin mojar a nadie y el perro, relamiéndose, consolado por el antídoto del frío se siente aliviado y entrecierra sus ojos siempre enrojecidos y preciosos. Me lanza una fugaz mirada, muy dulce. Ahora, duerme. Seguiré contando.
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