¿Cómo mueren los escritores?, me pregunta el Jefe. ¿Tenemos datos solventes al respecto? Creo que algunos mueren de viejos —le he contestado—, de enfermedad fatal o de accidente. Otros desaparecen por propia voluntad, pegándose un tiro, lanzándose al vacío, colgándose por el cuello o apurando una dosis de cianuro. Cesare Pavese, que estaba obsesionado con la idea del suicidio, lo llamaba su «vicio absurdo». En su opinión, se trataba de un gesto de cansada renuncia, un balance, un hecho privado y rítmico. «La última frase». Pavese se suicidó en agosto de 1950, en Turín.
Entonces el Jefe me insta a buscar Saturno[1], de Eduardo Halfon, libro que recoge el último gesto de escritores que decidieron fugarse del mundo por causas diversas, aunque la trama del libro es otra: alguien que quiere ser escritor se rebela contra un padre severo y devorador a través de una carta que supura reproches. Y, entre reproche y reproche, nos va colando las historias de algunos escritores suicidas: Hemingway, Primo Levi, Kawabata, Virginia Woolf, Jack London, Malcolm Lowry, Leopoldo Lugones…
Compramos el libro cuando salió en España, lo leímos y se nos perdió. Ahora hay que encontrarlo. «Saturno es una bomba literaria —escribió el crítico Alejandro Hermosilla—. Un libro potente, hermoso y demoledor y también frío y despiadado. Una bola de hielo rodando por las montañas de la desolación». El libro apareció el 2003 en Guatemala, lugar de origen de su autor. Aquí lo publicó Jeckill & Jill, de Zaragoza, en una edición bellísima, con un grabado en la contraportada del viejo Cronos devorando a su hijo. Recuerdo el aspecto fúnebre del libro, incluso su precio. Pero no está.
«Hay que promocionar a ese muchacho», insiste el Jefe. «Eduardo Halfon es un joven muy productivo. En los últimos catorce años ha escrito un montón de novelas y relatos intensos, combativos, catárticos. Por cierto, ¿dónde hemos metido sus otras obras? ¿Dónde está su Monasterio (2014), su Signor Hoffman (2015) o su Duelo (2017)?». El Jefe no cree que haya otro escritor guatemalteco con tantos premios y trabajos traducidos al francés, alemán, inglés, portugués, neerlandés e incluso japonés. «Escriba usted sobre Halfon —me exige— para que los lectores de La Charca lo conozcan y se aficionen. Pero antes, encuéntreme sus libros».
Obedezco, como fiel lacayo que soy, y busco en los montones de mi mesa: lo leído, lo medio-leído, lo que nunca leeré. Luego paseo la mirada por las estanterías cercanas y afino los ojos para alcanzar las remotas. No aparece. Por fin decido bajar a los almacenes subterráneos de La Charca, donde se acumulan los libros ordenados según un algoritmo muy particular. El Jefe me advierte: «Tratándose de una obra donde aparece tantísimo escritor suicida, busque usted entre los libros de Stefan Zweig, Horacio Quiroga, Vachel Lindsay, Yukio Mishima, Victoria Benedictsson, Paul Celan, Guillermo Rosales, Emilio Salgari, Alfonsina Storni… Los hay a centenares».
Nunca he entendido los motivos que mueven al Jefe a ordenar los libros por criterios distintos al alfabético por autores. Libros gordos y delgados, novedades y antiguallas, filosofía barata, novela negra, entrevistas con directores de cine, libros de risa, novelas del oeste, patologías lumbares, cuentos rusos, autores malditos, catálogos de exposiciones, libros que pertenecieron al Emperador, libros que de lejos parecen moscas… De repente se me enciende una lucecita e imagino el libro de Halfon donde le corresponde. No lo encuentro al lado de los libros de escritores suicidas, ni en el estante de los libros maravillosos, pequeñitos y bien editados. Saturno se halla en los estantes de astronomía, en el grupo de monografías dedicadas a los planetas del sistema solar, entre Júpiter y Plutón.
Moraleja
Considerando lo anterior, trate de guiarse en lo sucesivo por las normas siguientes:
—Respecto al padre devorador: no hay salida. Si el padre devora, devora. Y si no devora, quizá todavía sea peor: un padre que ignora, y eso sí que duele. Escribe Halfon en su libro: «El padre es un nombre, creo escuchar. Pero no hay nadie, padre. Estoy solo». La idea estremece.
—Respecto al suicidio: no cabe originalidad. Los escritores suicidas han practicado todas las técnicas posibles, desde el ritual del seppuku (Mishima) al de hundir la cabeza en el horno casero (Silvia Plath) o lanzarse por un puente saludando con la mano a sus alumnos (John Berryman). Olvídelo.
—Respecto al orden en su librería: da lo mismo. Ordene como ordene sus libros, no los encontrará a la primera. Yo mismo acabo de volver a extraviar Saturno de Eduardo Halfon y eso que ayer mismo lo tuve delante de las narices para escribir este artículo.
[1] Eduardo Halfon: Saturno (Jeckill & Jill, 2017).