Emelina desatada

Universo felino


Ahí estaba yo, agazapada en la gramínea favorita de mademoiselle Fifí, aguantando su mirada de infinito desprecio: «Fifí, me he escondido aquí porque justo ahora pasa Emelina por delante de nuestra casa». Fifí echó un vistazo de través a la anciana que pasaba por la calle y volvió a examinarme con reprobación felina. «No quiero que me vea, Fifí. Recuerda cómo convirtió nuestras vidas en un infierno cuando quiso ser amiga mía. Cada vez que nos visitaba, pisoteaba todas las lechugas del huerto. Acuérdate del día que se dejó caer sobre el sofá y casi aplasta al Tío Jules. A ti te apagó una colilla en la tripa. No miraba nada; solo parloteaba todo el tiempo de tonterías». Mademoiselle Fifí algo debió recordar porque fijó su mirada gatuna más criminal sobre el puntito que era ya Emelina al fondo de la calle.

Ella era vieja, como yo, pero consideraba que el amor de su vida estaba por llegar. Pasaba sus días saboreando anticipadamente las pruebas de fuego a las que sometería a toda la recua de galanes conforme fuesen compareciendo uno tras otro en el banco de su jardín. A mí no me parecía mal, pero no quería que me lo explicase. Además, toda esa charla insoportable iba envuelta en muestras de telas absurdas, patrones de confección ridículos, peinados idiotas, aleteos de pestañas patéticos y boleros y baladas que siempre me han parecido un coñazo. Se presentaba en mi casa a cualquier hora y me arrastraba a lo que más odio: la vida social. Ella buscaba eventos de octogenarios donde nos escudriñaban cientos de ojos lascivos. Me vi obligada a responder con miradas de esas que hielan la sangre. Me arranqué del trasero manos como sarmientos secos que se aferraban a mis tejanos. El día que escapé de un baile abriéndome paso a puñetazo limpio, urdí mi plan: recurrir a Ramiro, el constructor.

Ramiro era un setentón que tenía una empresa de construcción. Le mandé un WhatsApp en el que mencionaba como de pasada a mi pobre amiga, una Margarita Gautier dotada de un alma demasiado sensible para este mundo nuestro. Él se definía a sí mismo también como un hombre muy romántico. Y hasta tal punto lo era, que a todas sus parejas las llamaba como a su primera novia, para no perder tiempo diferenciando a unas de otras. Enseguida concertaron una cita y Emelina fue feliz. O eso me pareció semanas atrás, cuando intercambiamos brevemente un saludo y me pidió que en adelante la llamase Elvira. Por otra parte, la felicidad también había vuelto a nuestro hogar. Mademoiselle Fifí, el Tío Jules y yo retomamos nuestra existencia ermitaña y plácida de huerto y ratones: el sol brillaba, el tiempo ronroneaba perezoso…

Hasta que la vi pasar por la calle con la boca girada hacia abajo. Supe en el acto que Emelina había retornado a su nombre de siempre porque caminaba como desatada. Hubiese preferido sentirme ridícula sin tener a la gata mirándome fijamente. Fifí no aceptaba que me escondiese en un matojo en lugar de bajar, engancharla de los pelos y meterle una paliza.  

No se me dan bien los humanos, pero a los gatos tampoco los acabo de entender.